Se cruzan por las calles, hasta casi rozarse los hombros, pero sin cruzar miradas. Pisan la misma tierra, se sientan en el mismo pasto, y miran hacia el mismo mar mas no horizonte. Respiran el mismo aire contaminado y disfrutan del mismo panorama encantado, cuando el sol se suicida en las olas y con su último aliento clava sus espadas doradas en las fachadas de los rascacielos. A veces hasta viven en la misma manzana, unos en departamentos modernos, los otros en quintas que parecieran embrujadas. Unos son hombres libres, se llaman Patricia, Juan, Carlos, Adela, Alejandro, Ernesto, Martina. Los otros se llaman en virtud del servicio que les prestan y su existencia se reduce a la función que cumplen para simplificarles las vidas. Sin el artículo posesivo adelante, para ellos, no serían nada. No tienen pasado, no tienen futuro, no tienen familia. Solo son lo que necesitan que sean.
Son sus empleadas, sus choferes, sus porteros, sus mecánicos, sus zapateros, sus señores de la limpieza, sus vendedores ambulantes, sus canillitas, sus caseras, sus gasfiteros, sus niñeras, sus cocineros. Los mantienen lo suficiente lejos para que los adoren como a dioses, de los que pueden ver el rostro mas no tocar el pulso, y así no se den cuenta de que en sus cuerpos esculpidos también late un corazón humano. Los mantienen lo suficiente cerca para vigilarlos y no se les ocurra levantar los ojos y cortarle la cabeza a la divinidad, pero a la vez lejos para que no se atrevan a soñar ser como ellos o intenten imitarlos, y así se queden en su lugar.
A veces los tienen tan pero tan cerca, que hasta casi se encariñan. Y es cuando de nuevo los apartan, y con voz gruesa les riñen para que no olviden quién manda. Pueden sentir lástima, pero se niegan a sentir compasión, porque la compasión solo es un sentimiento que puede unir a pares. Si la sintiesen, tendrían que tomar sus manos callosas y pararlos de pie, y no permitir que vuelvan a doblar las rodillas jamás. Pero entonces perderían el derecho a explotarlos y también perderían su valor, porque creen que el valor reside en los ojos de los que los miran desde el suelo y que, para elevarse, tienen que hundirlos.
Los mantienen cerca para que un cumplido los convenza de que el fin de sus vidas es complacerlos, y lejos para que puedan susurrarles epítetos como feos, burros, ociosos, ignorantes, sin ser oídos. Cerca para que los otros puedan apreciar sus carros último modelo, sus casas con todas las comodidades, sus siluetas longilíneas y se mareen con sus palabras altisonantes fruto de una mente que solo puede ser sobrenatural. Lejos para que no se les ocurra envidiarlos por el miedo a ser castigados. Cerca para que puedan admirar su belleza y elogiarlos; lejos para que no comprendan que sus carnes también pueden sangrar y ensuciarlos. Pero la verdad es que están cerca, muy cerca, solo los separa una sutil lámina de indiferencia tan pesada como el acero.
E.