novia

El dolor siempre es un huésped indeseable, desechable. Y aún más cuando estás en espera de una gran felicidad, y en su lugar aparece él, al que no habías invitado y que no sabes cómo atender. Nunca es bienvenido, pero a veces también es inoportuno. Y es cuando más duele, porque te deja añorando algo que creías que ya fuera tuyo pero que nunca vas a tener. Te deja extrañando la felicidad que rozaste con la punta de los dedos y que se evaporó antes de que llegaras a aferrarla; y en la cabeza miles de escenas felices que nunca ocurrirán, que nunca podrán convertirse en recuerdos por atesorar. Nunca.

No hay nada que duela más que la palabra nunca. No existe palabra más déspota. Es como ese juego cruel con el que se entretienen algunos niños, cuando muestran a su compañerito un caramelo para que surja en él el deseo y luego se lo llevan todo entero a la boca, sin invitarle ni un pedacito, mientras la saliva almibarada se les derrama por los costados. Dejan al compañerito llorando desconsoladamente, en el paladar el sabor del caramelo que nunca comerá. Y la broma es todavía más mezquina cuando el artífice es un adulto, que goza al ver la cara decepcionada de un niño ante tal fraude.

Bueno, es que nosotros ante la muerte somos pequeños e indefensos como niños, y ella, ella es el adulto despreciable que no se conforma con arrebatarnos solo un caramelo. Todos dicen que la caída es más temible cuando alcanzas la cima de la montaña, pero yo pienso diferente. Pienso que es peor cuando te caes desde la penúltima grada, justo cuando estás por dar el paso que te llevará a la cima. Es un pequeño paso que hace una gran diferencia. Caerse desde la penúltima grada es la más atroz de las injusticias, y antes de tocar el suelo, estoy segura, tu corazón explota de tristeza. No es la caída que te mata, es la desilusión.

En el mes de mayo recibí dos noticias sobre la profesora Emilia. La primera era buena, la segunda mala. Tan mala que anuló todos los efectos de la primera noticia; su oscuridad la corrompió. Tan mala que, a la luz de la segunda noticia, incluso la primera se volvió nefasta. Y viceversa; a la luz de la primera noticia la segunda se tiñó del más retorcido fatalismo. Ambas noticias están sintetizadas en dos fechas, muy próximas, demasiado cercanas, que creo se quedarán grabadas en la mente de todos los que conocieron a la profesora Emilia. 15 de mayo y 23 de mayo. Debido al 15 de mayo, el 23 de mayo que tenía que ser un día de celebración y de alegría, de champán y de violines, será un día funesto. El 23 de mayo marcado en letras doradas en la invitación color crema nunca llegará. Debido al 15 de mayo, el 23 de mayo no tendrá nada que ver ni con el dorado, ni con el color crema; se habrá ennegrecido.

Y una vez más, es debido al 15 de mayo que me encuentro en esta iglesia, junto a algunos compañeros del curso de Literatura Castellana que nos dictaba la profesora Emilia, y a mucha otra gente que no conozco y que formaba parte de su vida fuera de la universidad, netamente separada de la académica. Siempre fue extremamente reservada. Por eso no nos había contado nada sobre el 23 de mayo. No nos contó nada, pero nosotros lo adivinamos. Un día que alguien llegó tarde y ella, en vez de pronunciar su habitual sermón sobre la importancia de la puntualidad, simplemente le dijo «¡Qué bueno que al fin hayas llegado!». Empezaron a fastidiarla, preguntándole a qué se debía esa nueva actitud tan conciliadora, si algo lindo le había pasado. Y nos lo contó. Nos contó sobre la fecha anhelada y me la imaginé mientras dibujaba un corazón al lado de ese día en el calendario de su sala, mientras se ruborizaba como siempre solía hacer cuando se trataba de amor.

Por más que quisiera aparentar ser seria y distanciada, cuando leía algunos poemas, por ejemplo de Neruda o de Lorca, frente al salón, no podía ocultar el brillo que emanaba de sus ojos. La llama que ardía en su interior se reflejaba en sus pupilas. Por eso, nosotros solo podíamos callar y escuchar, no tanto su voz que articulaba esas palabras tan abstractas, tan grandilocuentes, sino sus ojos que hablaban una lengua mucho más accesible que cualquier metáfora. Se notaba que para ella esas palabras no tenían secretos, que tenía un conocimiento muy hondo del amor, pero yo pensaba que se debía principalmente a su afección y familiaridad con el mundo de la poesía. Porque ella vivía así, suspendida entre el mundo de la prosa y de la poesía. Mas no me había puesto a pensar, hasta ese momento, que también hubiera conocido el amor encarnado en el cuerpo de un hombre. Del hombre alto y delgado que está ahí sentado en primera fila con la mirada perdida en el vacío.

La miro a ella, tan hermosa, tan joven, dueña de una juventud que nunca le será extirpada por lo que el tributo que pagó ya fue suficiente. Miro su vestido largo y blanco, el velo que le enmarca el rostro de bella durmiente y se desliza encima de sus hombros, las perlas relucientes que adornan su escote. Sus manos entrelazadas que descansan encima de su vientre plácido y en el anular izquierdo el aro dorado que no fue bendecido a tiempo. La veo probándose ese vestido la primera vez, mirarse en el espejo y sonreír incrédula porque nunca se había visto tan bonita, impaciente de que él también la viese así mientras juega a imaginar su expresión. ¿Sería sorprendida, abrumada, conmovida, extasiada? La veo mientras imagina avanzar hacia al altar así vestida, y derogar una vez más su primer mandamiento, de evitar estar en el centro de la atención, y también el segundo, de no usar tacos. La primera vez que lo hizo, como profesora, fue por amor a la literatura; esta vez habría sido por amor.

Lo que no imaginó fue que llegase ese malvado 15 de mayo, algo de lo que fuimos espectadores a nuestro pesar. No imaginó la tiza resbalarse desde su mano y partirse en dos pedazos, ni que ella se habría desplomado al suelo dos segundos después, sin perder la elegancia, casi sin hacer ruido, como si fuera un pétalo o un copo de nieve. La ambulancia que se la lleva y nosotros que nos quedamos con la incógnita de cuáles fueron los primeros exponentes del Decadentismo. Con la incógnita de si volveríamos a verla.

«Pobrecita, en una semana se iba a casar.» Lo murmullan una y otra vez, como si al repetirlo lo asimilaran un poquito más. Dónde, no lo sé. ¿Posiblemente en esta misma iglesia? Es increíble pensar que acá mismo podría haberse puesto en escena con los mismos personajes un guion totalmente distinto. Que los novios habrían podido desfilar sobre esta alfombra borgoña mientras alrededor toda esta gente los aclamaría festiva y las campanas doblarían. ¿Quién escribió un final tan podrido? Profesora, ¿por qué no despierta? ¿No ve que su príncipe la espera, que necesita que lo salve?

El padre dio las palabras finales, me pregunto si alguien lo habrá escuchado. Pasa el novio que carga sobre su hombro la sempiterna cama de su eterna novia, que nunca será esposa, nunca será madre. Nunca más podrá abrazarla, ni besarla, esa es la única y última manifestación de amor que le queda. Nunca. No hay nada que duela más que la palabra nunca. Avanzan juntos hacia la misma dirección, tienen aún un pequeño camino que recorrer juntos. Pero yo los veo, veo que en realidad no están caminando. Se están precipitando desde esa penúltima grada maldita.

E.

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2 comentarios en “La boda”

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