Una idea

Cuando oí la llave girar dentro del cerrojo, me sobresalté. Apoyé en el lavabo el vaso de agua que acababa de servirme y alcancé el pasillo a grandes pasos. Al ver sus rulos familiares y desgreñados sobresalir por la puerta de acero, suspiré por el alivio. Debe de haberme visto pálida, porque mientras miró el reloj exclamó: «Hola, perdón… llegué un poco antes». «No, no es eso» contesté, lanzando una mirada furtiva a las llaves que sujetaba en las manos. «Ah… tienes razón. Estas ya no son mías…». Colgó las llaves en el gancho de la pared de la entrada y agregó: «Tenía que tocar el timbre, lo siento». Levanté los hombros y le hice una media sonrisa que habría podido significar cualquier cosa. ¿No hay problema? ¿No importa? ¿Ya no tiene importancia? Él se quedo parado en el umbral, sin retroceder ni avanzar. Estaba esperando un permiso que no demoré en otorgarle. «Bueno, entra ya. A estas alturas… ¿Qué haces ahí parado?». Lo miré detenidamente por última vez, de ahí en adelante nuestros ojos se cruzarían apenas, casi por error, como si ambos proyectáramos una luz intolerable y radioactiva. 

Por un momento me pareció la primera noche en que había regresado del trabajo, luego de habernos mudado. Había pasado por la pastelería de la esquina y comprado una torta que mantenía en equilibrio en la palma de la mano, como si fuera el experto camarero de un restaurante de cinco tenedores. Solo que él era una de las personas más despistadas que conocía y, ni bien entró, la torta terminó en el suelo tras haber dibujado en el aire un par de giros acrobáticos. Cogimos dos cucharas de una de las cajas que aún no habíamos vaciado y comimos los bordes directamente de ahí, acampados en el piso como dos vagabundos y ofreciéndonos las fresas que se habían librado del impacto. Despreocupados de las normas higiénicas y alegres de haber conseguido una primera anécdota para contarle a nuestra descendencia. 

Bajé la cabeza, pero no, ni rastro de la torta de frutas. En su lugar, apretaba un maletín negro que no conocía, tal vez se lo habían prestado. Su corte de pelo era el mismo, un poco largo y peinado hacia atrás. Su rostro, sin embargo, estaba más delgado y debajo de sus ojos resaltaban dos surcos morados que delataban un sueño atormentado e irregular. La piel se notaba lisa y rasurada, probablemente se había afeitado esa misma mañana. Y su mirada antes dulce y profunda como un lago dentro al que podía nadar serenamente, se había vuelto casi vítrea, como una lámina escurridiza que no podía ser atravesada ni escalada. Eran otras las llaves que quería de vuelta. 

Entró al departamento y miró a su alrededor como si hubieran pasado años y no semanas desde que lo había dejado. Después de todo, a mí también me parecía otra vida. Sentí que me mareaba y le dije que podía tomarse el tiempo que necesitaba. Yo me quedaría en la sala, no lo molestaría. Me senté en la mecedora al lado de la ventana y abrí el último libro que me había comprado. Mientras observaba las letras estampadas desfilar frente a mí como hormigas desorientadas, lo escuché dirigirse hacia el cuarto. Los pasos ya no más titubeantes habían recuperado la memoria, una memoria mecánica que muy raramente se atasca. No como los mecanismos del corazón, más frágiles y complejos. Tiraba las puertas del ropero, luego abría y volvía a cerrar los cajones. No creo que lo haría con más fuerza que de costumbre, pero a mis oídos sonaba como el estruendo de un portal cerrado en las narices. 

Se hizo el silencio y él seguía ahí. Se estaba tomando su tiempo, tal como yo lo había alentado. Me lo imaginaba que controlaba todo con cuidado, que inspeccionaba por todos lados, incluso debajo de la cama, entre los cúmulos de polvo, para estar seguro de no olvidar nada. Ninguno de los dos tenía ganas de volver a vivir aquel suplicio, con un desgarramiento ya era suficiente. ¿Se había dado cuenta de que había quitado todas nuestras fotos? Ya no era más que un cuarto anónimo que podía pertenecerle a una pareja cualquiera. Lo hice por mí, pero sospechaba que también le beneficiaba a él. ¿Es más fácil decirle adiós a algo que ya no es nuestro? 

Intenté concentrarme en la lectura, pero las hormigas seguían agitándose y me impedían descifrar tan solo una frase. Así que me rendí y miré afuera. Se veía una legión de personas con paraguas que con paso veloz trataba de alcanzar la parada del metro más cercana. No veía las caras, solo las circunferencias de los paraguas que parecían fluctuar sin nadie que los sujetara. Me imaginaba las caras abatidas o disgustadas, como lo son generalmente en los días lluviosos. Hubiera querido tanto que para mí también fuera un día de lluvia como otros, y enojarme por un charco que pasa inadvertido a la vista, pero no al paso, o por las salpicaduras traicioneras de un coche que ha superado el límite de velocidad. Tal vez volver a casa empapada y refugiarme debajo de las frazadas. Saber que lo peor ya había pasado, que lo peor estaba afuera. 

Luego el chirrío de la portezuela del botequín en el baño me avisó que en el cuarto ya había terminado. No faltaba mucho. Que yo recordara, solo había un frasco de colutorio semivacío, un gel de baño al perfume de pino que le habían regalado para el cumpleaños y un par de paquetes de hojas de afeitar. Lo demás ya se lo había llevado: su cepillo de dientes, su hilo dental, su champú, su acondicionador, su crema hidratante, su colonia habitual. Mientras la evocaba, su fragancia me envolvió como una ráfaga improvisa. No sé de dónde venía, tal vez de un día de algunos años antes en que ambos nos estábamos arreglando en el espejo. O tal vez de un universo paralelo en que esa ruptura todavía no se había dado. Ese perfume tan fresco que adoraba encontrar en mi ropa y en la punta de mis dedos y que luego se había vuelto una señal capaz de hacerme levantar las defensas de inmediato. 

De golpe me voltee a la izquierda y él estaba ahí. Ningún rastro del perfume, no se lo había puesto. El maletín a sus pies había aumentado de talla y se veía más compacto. Parecía que me estuviese mirando, pero en realidad no lo hacía, estaba mirando un punto detrás de mi cabeza, detrás de la ventana. Cerré el libro que había dejado a la página cuarenta y nueve, la misma donde había llegado la noche anterior, y lo repuse en la mesita de vidrio. 

«¿Terminaste? ¿Quieres ver en la cocina?».

«Sí, si no te molesta» me dijo y pasando delante de mí, se abrió camino.

Mientras se estiraba para alcanzar la repisa, levantó la voz para que lo escuchara: «Solo me llevaré mi taza».

No tenía solo una taza, sino por lo menos cinco. Sin embargo, sabía a cuál se refería. No a las que habíamos elegido juntos, sino a una compra que se remontaba a cuando todavía no me conocía, cuando no formaba parte de su vida. Miré su figura esbelta de espaldas, ese cuerpo que habría podido reconocer a ojos cerrados, la casaca que habíamos escogido juntos por Amazon, el jean Levi’s que habíamos comprado en promoción en una tienda cerca de casa. Con voz cortés le contesté: «Adelante, ¡no te preocupes!».

Volvió a pasar frente a mí sin dignarse a mirarme y cogió el mango de su maletín. Luego se volteó en mi dirección y yo lo miré por encima de mis lentes. Sus labios estaban entreabiertos y sus ojos parecían hipnotizados por el movimiento oscilatorio de la mecedora. Fue en aquel momento que me di cuenta de dónde estaba sentada. Él me la había regalado, el día siguiente al episodio de la torta. No habíamos celebrado ni dos años juntos, pero él ya sabía que quería pasar el resto de su vida conmigo. En realidad, lo supo ni bien me vio, pero tenía miedo de que lo considerara un chiflado. Entonces había esperado aquel primer paso importante para revelármelo. Me había demorado en captar el significado. La silla era hermosa, toda hecha a mano en mimbre y madera de bambú y forrada con cojines bordados de azul y amarillo. Pero por más que apreciara aquella indudable y preciada obra de artesanía, cuando la vi no pude no preguntarle con una pizca de ironía: «No te parece un poco precoz?». Él contestó con una seguridad que exhibía solo en pocas ocasiones, más o menos en todas aquellas que contaban: «No».

Fueron muchas las veces que volvimos sobre el tema. Que hablamos de nosotros dos que nos mecíamos tomados de la mano en el porche, con una mantita sobre las rodillas, leyendo un libro o mirando la puesta de sol. Como en las películas. Bromeábamos sobre eso y nos reíamos. El amor puede ser tan descarado. Casi logré ver el mismo recuerdo caminando por su frente y trazando pequeñas arrugas. Temí que me dijera: Levántate ahora mismo, también me llevo la silla. Tal vez, secretamente, era algo que esperaba. Pero él no era ese tipo de persona. Sus labios terminaron de abrirse y dejaron salir las siguientes palabras: «Ya me voy». Cuantas veces las había oído, pero no así, nunca así. Asentí con la cabeza y le sonreí a sus zapatillas, incapaz de subir la mirada. Me dejó sola, meciéndome en aquella silla que ya no era más que eso y un poco más.  

E.

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Un comentario sobre “Una idea”

  1. ¡Ufffhh! ¡Qué duro se hace leerlo!
    Se trata de una de las situaciones más difíciles y dolorosas que se pueden atravesar. La separación es equivalente a la muerte, es sentir que se arranca una parte de uno mismo, hay una herida que seguirá sangrando a pesar del tiempo y aunque cada vez sea menor el caudal, será muy difícil que cierre definitivamente.
    ¿Qué decirte, amiga?… Que deseo con toda mi alma que jamás tengas que experimentarlo ni en el más mínimo aspecto.
    Otro de los factores que lo hacen tan triste es el porcentaje ascendente en la sociedad y que haya pasado a verse como algo normal. Nada más contrario a lo que él corazón anhela.
    Te felicito, como siempre, por tu trabajo. Se destacan las descripciones y se pueden visualizar muy bien los sentimientos. Se puede ver el apartamento, hasta se pueden predecir colores y aromas. Gracias por servir la mesa e invitarme a sentarme para compartir tu arte.
    Un abrazo infinito, amiga mía,
    ¡Bua bía unumbia!!!
    Hulussi_Ñe’êpoty

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