Teníamos un perro, Milo, al que queríamos como a un hijo. Cuando llegó a nuestra casa aún tenía los dientes de leche. Mario fue quien lo trajo, para nuestro décimo aniversario. Y yo, que al principio no quería saber nada, terminé por encariñarme y llamarlo con el nombre de un joven oficial americano al que había conocido cuando quedé embarazada por primera vez.
Sin que nos diéramos cuenta, Milo y su gracioso hocico lograron subvertir todas las reglas que habíamos concordado para que pudiera quedarse. Así fue como un día encontré perro y amo adormilados en el sofá; el hocico de Milo que descansaba encima de la barriga hinchada de Mario y que subía y bajaba al compás de sus ronquidos. O como días después nos despertamos con él que nos lamía la cara y yo, que habría debido enfurecerme, desde esa noche en vez de cerrar la puerta dejaba una rendija justo para su tamaño. Cuando nos lamía, sentíamos que nos curaba. Mario también construyó una escalerita de madera para que pudiera treparse mejor hasta nuestra cabecera.
Era hermoso saber que éramos tres. Escapar por un rato a la persecución del número dos. Cuando Mario llevaba a Milo a dar largos paseos, me daba cuenta de que el silencio dentro de esas paredes nunca me había pesado tanto. Pero luego los veía reaparecer por la puerta; Milo como un relámpago se liberaba de los brazos de Mario y se agarraba de mi falda coleando. Milo eres un travieso, lo reprendía, pensando sin embargo que por sus muestras de afecto podía aguantar un par de medias rotas.
Lamentablemente llegó la crisis y para comprar una bolsa de panes, el monedero ya no era suficiente. Entonces en vez de comprar una entera, pedíamos la mitad, y en vez de tres comidas al día nos arreglábamos con dos. Los recibos se amontonaban e incluso estando en casa manteníamos las persianas cerradas para que no se supiera. Mis clientas adineradas dejaron de comisionarme sus vestidos de alta moda parisina y mis trabajos se limitaban a remendar y poner parches en la ropa, y a menudo me pedían que les fiara. Todos teníamos deudas, pero nadie estaba dispuesto a perdonarlas.
Mario no se asustó cuando tuve que hacerle otro punto a la correa, dijo que por fin se veía delgado. Sin embargo, cuando como cada mañana fue a ponerle el collar a Milo y se percató de que le quedaba suelto, se marchó tirando un portazo. Estuvo de humor intratable durante toda la semana. Renegaba todo el tiempo, parando de vez en cuando solo para reprenderme a mí o a Milo por culpas que solo él entendía.
Hasta que, el lunes, Mario salió con Milo muy temprano por la mañana, pero en vez de caminar se fueron en el coche. Manejó, manejó durante dos horas hasta llegar a las abiertas colinas del campo. Luego bajaron y solo uno volvió a subir. Mientras el auto se iba alejando, Mario pensó que si miraba atrás se moriría, pero no logró resistirse. Milo estaba sentado en medio de las piedras blancas como una manchita negra e inerte. No se movía, no ladraba y no intentó parar el coche en marcha, inconsciente de lo que estaba pasando y por ello incapaz de desesperarse. Cuando Mario volvió a casa con el collar de Milo ciñendo el aire, de frente lo inundé de insultos.
― ¡No tenías ningún derecho, el perro también era mío! ―le dije.
― Entonces ¿qué querías? ¿Que nos muriéramos los tres de hambre?
Pensaba que en el campo para Milo sería más fácil alimentarse, cazando ratas y serpientes. Le contesté que era mejor que él también su pusiera a cazar las ratas, porque yo ya no pensaba cocinarle. Pero pronto me arrepentí porque no quiso cenar, y ver su cara triste y demacrada era demasiado para mí.
Pasó una semana más y las palabras lacónicas que intercambiábamos retumbaban como piedritas tiradas al fondo de un barranco. Luego el miércoles, a eso de las doce, Mario volvía del trabajo y mientras salía del auto, vio acercarse un perro callejero. Debajo de ese pelo mugriento de paja y barro, reconoció a nuestro Milo, que al reconocerlo también levantó la cola que escondía entre las patas. Parecía contento de haber llegado a cabo de un juego largo y complicado. Sin embargo, se arrastraba agotado por el viaje, Mario entonces corrió a recogerlo y lo cargó hasta nuestro departamento que se encontraba al quinto piso.
Cuando abrí, fue así como los encontré. Mario que lo estrechaba contra el uniforme que le había planchado la noche anterior, como a un recién nacido, y Milo que se dejaba llevar con la confianza del que nunca ha sufrido una injusticia ni conoce la maldad. Pero ni bien me vio se escabulló y se colgó feliz de mi falda. Para el almuerzo, había preparado una sopa con la que pudimos llenar justo tres escudillas.
E.
Mi apreciada amiga E,
Siempre es un desafío reducir la cantidad de líneas, a las absolutamente esenciales, me alegra que incursiones en la prosa breve, porque se le puede dar un énfasis y un impacto tan contundente como lo que se haría con una vasta extensión de material.
Tus finales siempre son impactantes y eso ayuda mucho, ya sea que termine alegre o triste, porque le da trascendencia en el receptor y allí toma una extensión ilimitada.
En sí mismo, el tema es fuerte, duro, como te decía brevemente el otro día, lo interpreto también como la parte física inevitable tras tiempos de crisis económicas, posteriores a guerras o pandemias.
Cómo te decía también por la otra vía, la sola imagen me lleva a pensar en mi «Shadow» que luce muy parecido al que elegiste para ilustrar tu tema.
Sea real con pinceladas de fantasía, o ficción con toques de realismo, retrata una situación que tristemente se está multiplicando alrededor del mundo… potenciado por la situación.
Aunque tu final es estremecedor, deja una pizca de esperanza. Cuando los corazones y las almas están unidos, aún la escasez sabe a manjar.
Te doy un abrazo gigante,
Bua bía unumbia,
Hulussi_Ñe’êpoty
Querido amigo, quería contestarte primero al inbox, pero parece que algo está fallando. Por favor, hazme saber si todo está bien. Gracias por haber leído y apreciado mi relato. Me gustan los finales como el que tu describes, que aunque relaten situaciones duras o tristes, no te priven de la esperanza. Creo que se asemejan más a la vida, donde no existen finales felices o infelices. Siempre todo es más complicado, más complejo. Pero lo que nos alienta a seguir es saber que todo final también es un inicio.
Te mando un abrazo envolvente y cariños para Shadow. Sé que nunca le faltarán amor ni comida.
Bua bía unumbia, E.
Querida amiga E,
Te explico, he cerrado mi cuenta de Facebook, pero antes de hacerlo, copié y pegué el mensaje en un correo electrónico. Luego te dejé otro también, explicándote que ya no uso el face. Avisame, por favor si te llegaron esos dos mensajes por correo electrónico. Espero que puedas abrirlos.
Te mando un mega abrazo con colores de otoño.
Bua bía unumbia!!!
Hulussi_Ñe’êpoty