
Las cucharas de las que les quiero hablar pueden parecer corrientes a la vista, objetos sin relevancia y sin valor. Efectivamente, si ustedes son de los que hallan el valor en el precio de las cosas, entonces esas cucharas no tienen valor alguno. No tuvimos que desembolsar ni un céntimo por ellas. Las conseguimos gracias a una promoción. Con la compra de cuatro cajas de cereales de una misma marca, regalaban una cuchara personalizada, con el grabado de un nombre y de un pequeño dibujo de tu elección entre los cinco o seis que la empresa proponía. Entonces esperamos hasta acumular ocho cajas, para poder hacer de una sola vez el pedido de dos cucharas: una con mi nombre, la otra con el nombre de él.
Tuvimos que esperar algunas semanas para recibirlas y cuando llegaron a nuestras manos nos procuraron la felicidad de las cosas fútiles que, sumadas, dan consistencia a una relación. Son las que la vuelven sólida, inderrotable. Y pues, al principio, quién lo sospecharía. Quién diría que los fundamentos de una relación son tan prosaicos, exentos de cualquier grandeza y romanticismo como un par de cucharas. No son el primer ramo de flores, las sábanas cándidas, las declaraciones susurradas, las cartas apasionadas, los poemas inspirados en Afrodita.
Son más bien las tazas sucias en el fregadero, la ropa interior tendida en el tendedero, mis libros mezclados con los suyos en la estantería, la música que suena mientras el olor a café envuelve la casa y las infusiones humeantes encima de la cómoda antes de dormirnos. No tienen nada que ver con las palpitaciones ni con los gestos de locura que el enamoramiento desencadena en sus inicios. Esos dulces recuerdos hacen sonreír pero las cucharas, soy testigo de ello, te llenan los ojos de lágrimas, son como un puñete en el estómago.
Nos llegaron forradas en celofán y plástico de burbujas, de acero inoxidable y dimensiones medianas, con nuestros nombres grabados en letra minúscula en la extremidad inferior del mango. Con esas cucharas flamantes empezamos a tomar nuestro desayuno rutinario, mayormente leche con cereales. Aunque desde ese entonces nuestros gustos han evolucionado, ya no tomamos leche —preferimos la bebida vegetal de soya o de almendras— y ya no tenemos un desayuno fijo sino que solemos variar. Lo tomábamos contentos, pensando que teníamos dos cucharas idénticas pero con nombres distintos, dos cucharas que para nosotros eran únicas y nos diferenciaban del resto, de todos los demás que eran ajenos a nuestro amor. Y qué importaba si en otras casas existían otras personas que habían participado de la promoción, enviado los códigos de las cajas y recibido a cambio esas mismas cucharas. Nosotros no las conocíamos, ni pensábamos en ellas.
Ese fue el primero de una serie de objetos que las parejas suelen comprar en pares y que más se parecen a símbolos de identificación que certifican la pertenencia a un mismo club, a un mismo círculo exclusivo, restringido a tan solo dos miembros privilegiados: tú y él. Entonces sabes qué pasa, que cuando empiezas a usarlos ya no puedes dejar de hacerlo, o eso sería juzgado como alta traición. Se establece un pacto tácito, intangible, y cada día, cada mañana, se vuelve a renovar fielmente. Cuando recibimos esas cucharas nunca nos dijimos en voz alta: « Ya no tomaremos el desayuno comiendo de otras cucharas ».
Fue algo espontáneo, nadie lo impuso, pero a la vez fue ineluctable. No podía ser de otra manera. Si yo era la que ponía los platos, agarraba la cuchara con mi nombre para mí y a él le entregaba su homóloga. Y si era él el que tenía más tiempo para preparar el desayuno, colocaba las cucharas gemelas sobre la mesa. Ninguno de los dos lo dudó nunca, no pasó ni una sola vez que por el sopor o la distracción tomáramos unas cucharas al azar. Jamás cometimos ese torpe error que nos habría resultado fatal. Y cada mañana las cucharas de manera inadvertida iban aumentando su gravedad, hasta volverse trascendentales.
Hay que mencionar que el desayuno es un ritual extremadamente íntimo y selectivo. El almuerzo es una comida mayormente rápida y frugal. Cuando te sorprende el hambre, puedes improvisarlo en el lugar más cercano, y compartirlo con cualquier persona que se encuentre contigo en ese momento; pueden ser amigos, colegas, quien sea. A veces corresponde también a esa hora u hora y media que reservas a una amistad que no veías en años o a un nuevo conocido.
La cena es más sofisticada y puede ser utilizada para celebrar ocasiones especiales, conmemorar fechas importantes, tomando vino tinto en tu mejor vestido. Con la complicidad de la noche, es una comida más lenta, más relajada, y se diluye en varios platos que van desde las entradas al postre. Un lapso de tiempo lo suficiente largo como para compartirlo solo con amigos cercanos o personas que realmente estimas y aprecias. Por tal razón se podría decir que la cena está en un escalón más elevado en comparación con el almuerzo. Pero el desayuno no tiene punto de comparación con ninguno de los dos.
El desayuno no tiene la urgencia del almuerzo ni necesita el ornamento de la cena. Lo consumes tal como te levantas, sin maquillarte, vestirte, a veces incluso sin peinarte ni asearte. Sin construir el personaje que serás el resto del día. A la mesa del desayuno no se reúnen personajes, solo personas que se manifiestan en su esencia más auténtica. Y es también una mesa que sigue rondada por la presencia de elementos que pertenecen a la discreción de la noche: la cama a medio tender, la almohada moldeada por la forma de tu cráneo, alguna media solitaria metida al fondo de las colchas. Y tu cuerpo también sigue conservando la vulnerabilidad que le impone el sueño.
Es una escena demasiado privada para dejar que extraños incursionen en ella. Solo puedes compartirla con personas en las que realmente confías. Es por eso que la mesa del desayuno es la más sucia, porque el desayuno se toma sin tantas ceremonias, sin pensar en qué dirá el otro. El mantel se llena de migas de pan, de salpicaduras de café, grasa de mantequilla y manchas de mermelada, que asumen un carácter sagrado. Cada vez que hundíamos las cucharas en nuestro bol de avena o de cereales era un momento sagrado. Y cuando volvían a la superficie se volvían más solemnes, inviolables.
Es por ello que han sobrevivido a todas las mudanzas que hemos afrontado. Yo he renunciado a mi plancha para el pelo; él a una cafetera. Ambos hemos renunciado a ropa, adornos y utensilios —todavía guardo el luto por algunos—pero no a las cucharas. Nunca olvidamos ponerlas en la maleta y llevarlas con nosotros a todos los hogares que hemos cambiado, al punto de volverse ahora lo único a lo que me queda aferrarme. Son la piedra angular de nuestra relación. No importa cuántos ladrillos puedan derrumbarse; hasta que ellas estén la construcción está a salvo.
Ya no bailamos en la cocina, mientras esperamos que hierva el agua para el tallarín. Ya no hacemos las compras religiosamente cada fin de semana. Los domingos ya no cocino panqueques ni salimos a desayunar afuera. Él ya no me trae el pan recién horneado de la panadería que estaba justo bajo nuestra casa. Yo ya no lo ayudo a separar la ropa blanca de la de colores. Ya no hay clases de portugués los sábados por la tarde. Ya no nos matamos de risa viendo videos de Youtube. Hasta hemos dejado de tomar desayuno, a veces. Y es que dentro de la maleta que nos llevábamos de un departamento a otro, de un país a otro, tantas costumbres tampoco cabían y se fueron quedando atrás. Pero las cucharas estaban ahí y seguíamos eligiéndolas entre todas las demás.
Así que el día que desaparecieron pusimos la cocina patas arriba y nadie entendía por qué. ¿Por qué afanarse tanto por un par de cucharas? Lo escuché explicar lo inexplicable; que esas cucharas eran especiales porque llevaban nuestros nombres. Lo explicó con naturalidad, como si eso fuera evidente y me ablandó el corazón. Y cuando encontramos la mía, huérfana de la suya, me invadió una tristeza incontenible. No dijimos nada sobre eso. «Ya reaparecerá, en algún lado».
E.