El noticiero anunció que se podía volver a salir. Aunque, claro está, con las debidas precauciones. Ya no solo para abastecerse de víveres y papel higiénico, sino también para dar un simple paseo. ¡Un paseo! Hacía cuánto que el Señor M. no salía a pasear. Sin tener un rumbo, por el puro placer de caminar y observar la vida que fluye. Los franceses lo llaman flâner. Él nunca había sido un auténtico flâneur y eran más las veces en que su esposa había tenido que aspirarle los pies para despegarlo del sofá y convencerlo a dar una vuelta. Pero desde que lo habían prohibido, le habían vuelto las ganas. Tenía ganas de saber que seguía siendo libre; dueño de esa libertad en la que antes no se fijaba y que ahora extrañaba. No dejó que se lo repitieran dos veces. Cogió su gorra de lana y salió tirando la puerta, como para anunciar al mundo el gran evento: mírenme todos, ya estoy por salir… ¡Y nadie podrá detenerme!
Después de meter el pie fuera del edificio y superar el basurero donde siempre botaba sus desechos, comenzó a mirar alrededor suyo ansiosamente. Imaginó que estaba cruzando una frontera invisible y se sintió un infractor. Se sobresaltaba con cada coche que pasaba a toda velocidad y cuando se cruzaba con más transeúntes, bajaba la mirada por el temor de ser juzgado, antes de darse cuenta de que los demás hacían exactamente lo mismo. Tomó la calle arbolada que llevaba al parque, y de a pocos sintió que esa desagradable culpabilidad lo iba abandonando. Se dio el lujo de levantar la mirada hacia el cielo y las melenas de los árboles, bajándola de vez en cuando para evitar choques letales. El cielo era despejado, límpido como el aire que le rozaba el rostro terminándolo de despertar. Se sentía más vivo que nunca.
Era absurdo pensar que ese mismo aire pudiera transportar algo distinto al polvo dorado que bailaba escoltado por los rayos de sol ante sus ojos llenos de asombro. O que las hojas que se perseguían formando remolinos concéntricos no estuvieran solas, y algo más insidioso se hubiera interpuesto en ese juego agraciado. Era tan absurdo que a veces le parecía imposible y dejaba de creérselo. Pero luego, encontraba la mirada fugaz de alguien que venía en el sentido opuesto y eso bastaba para devolverlo a la realidad. Siendo las falsas sonrisas reconfortantes fuera de alcance, la atención se centraba especialmente en los ojos donde podía vislumbrar un miedo inconfundible, más contagioso que el contagio mismo.
Se adentró en el parque que le parecía igual a la última vez en que se había sentado ahí para leer el periódico. Aquella vez, estaba rodeado de colegiales que, insatisfechos de ostentar su imprudente juventud, le hacían perder el hilo con sus cacareos. El espacio antes llenado por sus gritos y sus risas había quedado vacío, plano, solo cubierto por el pasto que pese a todo seguía creciendo. El Señor M. tomó asiento en una banquita debajo de un sauce, también porque sus rodillas empezaban a lanzar extraños chirridos como si les faltara aceite; luego siguió observando.
Sí había gente. Unos cuantos valientes que como él habían decidido ir en avanzadilla. Sobre todo, de treinta o cuarenta años (él no sabía diferenciarlos y los consideraba igualmente “muchachos”) que hacían deporte en solitario. Pero también parejas de convivientes que paseaban de la mano o acurrucados en el pasto para abastecerse de vitamina D. Pensó que era una lástima por lo de las mascarillas, o al fin habría podido saber quiénes eran sus vecinos. Al fin y al cabo, no eran muchos y si se hubiese tratado de un pueblito y no de un barrio urbano habría podido llamarlos a todos por su nombre o apellido. Ah, ese es el hijo del notario y esa la hija del carnicero, habría dicho, reconociendo a la pareja que estaba besándose en una banca a diez metros de distancia. Espera, ¿qué? ¿Se estaban besando?
El Señor M. nunca había sido un mojigato y aunque no hubiese apoyado abiertamente la liberación sexual, él también había gozado de sus frutos prohibidos. Sin embargo, ese pensamiento generó una especie de cortocircuito en su cerebro. El parque siempre había sido frecuentado por parejas en búsqueda de intimidad, de aquella intimidad que solo los lugares públicos pueden garantizarte, donde muchos ojos extraños te traspasan como si fueras parte del paisaje o un lienzo sin profundidad y sin historia. Especialmente por jóvenes quienes, por falta de un lugar proprio y apartado, acudían ahí para darse besos capaces de acelerar el tiempo o de congelarlo. Así que, si se había vuelto algo habitual, ¿por qué el Señor M. se sorprendía? Necesitó un poco de tiempo para entender que esa situación en otros tiempos absolutamente normal, se volvía un delito en el contexto en el que estaban. Mientras esos dos continuaban impertérritos a intercambiar saliva y sabe Dios qué más y a dispersar aerosoles, lo sacudió un escalofrío.
¡Dios mío! Exclamó por sus adentros. Ninguno de los dos estaba usando mascarilla. Por supuesto, pegados de esa forma, cómo podían. Comenzó a recordar lo que había leído de los aerosoles, ¿hasta qué distancia podían viajar? Sabía que al hablar se liberaban por cantidades, ¿pero al besar? No había hojeado ningún articulo sobre el tema… ¡Como si los investigadores y epidemiólogos nunca hubieran sido jóvenes! Qué rayos, ¿acaso era posible que habían olvidado un peligro potencial de ese tipo? O tal vez, no habían abordado el asunto porque no era peligroso. El Señor M. siguió mirándolos fijamente. ¡Imposible! Abriendo la boca de esa manera desmedida es natural que algo se vierta en el aire y no solo en la garganta del otro. Por suerte estaban lo bastante aislados, no había nadie que pasara a sus costados. Quizás luego de haberlos divisado a lo lejos, la gente tenía cuidado de no acercarse. Bastaba con mantenerse alejados, pensó, recapacitando.
Mira con qué ansias se besan, pobrecitos, no se habrán visto en mucho tiempo. Pero este último pensamiento consiguió devolverlo a un grave estado de alarma. Los chiquillos habrán tenido dieciocho años a lo mucho, era imposible que estuvieran casados o vivieran juntos. Claro que no, es seguro que esos dos no conviven, o no tendrían la necesidad de ir al parque para enrollarse, lo harían más cómodos desde el sillón de su casa. Así que también estaban violando otra regla, poniendo en riesgo sus familias que probablemente no sabían nada de su cita clandestina.
Tenía que avisar a alguien. ¿Pero a quién? ¿A la policía? Le pareció un poco exagerado. Al fin y al cabo, eran poco más que unos niños. ¿A los padres? No tenía la menor idea de quiénes fueran. ¿A los guardianes del parque? Nunca los había visto. ¿Al serenazgo? ¿Pero dónde estaría? No sabía qué demonios hacer. Quedaba descartado ir a hablar con ellos, no podía arriesgarse de esa forma. Qué hacer, qué hacer… Tal vez podía gritarles desde una distancia de seguridad. Trató de llamar su atención. Empezó a agitar los brazos frenéticamente. ¡Ustedes, óiganme! Gritaba. Pero la hija del carnicero y el hijo del notario eran inalcanzables, llevados a una dimensión que el Señor M. no frecuentaba desde hacía mucho, demasiado tiempo.
Todos sus sentidos se aglomeraban en esa acción repetitiva que consistía en apretar labios contra labios de la cual nunca se cansaban. Se desprendían solo para mirarse a los ojos, decirse frases sin sonidos. El Señor M. hacía señas cada vez más lentamente, sus brazos parecían haberse transformado en alas pesadas. Había volado lejos, hacia un pinar sombreado, en donde el sol se filtraba oblicuamente. Una mano muerta que con un gesto decidido encuentra posada en la ensenada de una cadera. La otra roza sus pómulos de melocotón. Sabor de cabellos entre las bocas que se buscan. Un vestidito amarillo de tela fina que, al tapar, muestra. Los dientes que se entrechocan y le roban la escena a la lengua. El canto de las gaviotas, el olor del cuello esbelto que detiene cualquier miedo. El Señor M. se convenció de que era mejor dejarlo ahí. Se notaba que esos chicos habían esperado largamente, que los besos que antes se daban entre una clase y la siguiente habían estallado todos de una vez.
No habría sido él quien interfiriera con ese joven amor, ni él quien quebraría el ala de una indefensa mariposa. Sacudió la cabeza con una sonrisa, como si estuviera reprendiéndose por lo que estuvo a punto de hacer y a la vez aliviado por haber sabido detenerse. ¡Bien, chicos, qué lo aprovechen! Luego se levantó, listo para recorrer el camino de regreso, encomendándose a sus piernas cansadas que pese a todo lo seguían sosteniendo. Llegó antes de darse cuenta; el camino de vuelta siempre parece más corto.
Ni bien entró, lo acogieron los gritos de la Señora M.:
“¿Por qué demoraste tanto? ¿Quieres que nos enfermemos todos? Anda lávate, ¡de prisa!”
El Señor M. se precipitó al baño tarareando, con la Señora M. que lo miraba perpleja y pensaba: “¡Se ha vuelto completamente loco!”
Estaba seguro de que su elección había sido la mejor.
E.
¡Amiga mía!
Ni siquiera imaginamos que un día escribiríamos un tema así, que no fuera ficción… pero ha llegado el momento, ya cumplimos un año de pandemia y sus efectos biológicos, físicos, económicos, sociales, mentales, afectivos, emocionales… y sin duda todos hemos sido golpeados y hemos modificado, posiblemente algunos conceptos y prioridades de nuestras vidas.
Al principio odiábamos la sola idea del slogan: «quedate en casa», pero con aprobación o sin ella, se nos instaló sutilmente en nuestras mentes y vemos el mundo diferente. El señor M. es un claro ejemplo. Lo que es normal se tornó anormal, lo bueno se torna malo, lo raro es lo normal y ya no sabemos ni qué pensar de muchas cosas. Pero espero también, que así como el sr. M, muchos volvamos a comprender que la vida sigue, que aún la enfermedad es parte de la vida y que vivir con miedo no es saludable para nadie. Con precauciones, sí, pero sin miedos que atormenten irracionalmente.
Pd: Sra M, sr M… diría el sombrerero a la Reina Roja —estoy pensando palabras que comienzan con Eme 😉
Un abrazo gigantesco, mi queridísima amiga E, deseo que todo esté bien de tu lado del Atlántico 🙂
¡Bua bía unumbia!!!!
Asì es, querido amigo. Estamos en una novela de ciencia ficción que todavía no termina de escribirse. Pero siento que el capítulo más terrorífico se ha quedado atrás, hemos aprendido a convivir con el virus y el miedo se ha vuelto un compañero más, pero ya no nuestro jefe. La vida no se detiene, y la escritura tampoco.
Gracias por visitarme, sabes que siempre traes mucha alegría a este hogar.
¡Un fuerte abrazo! Espero leerte pronto 🙂
E.