Amor y hambre

callejón

El olor dulzón de los desechos orgánicos fermentados bajo el sol se infiltra por mis fosas. No hay manera de que pueda detenerlo, a no ser que deje de respirar. Que me muera. Pero si estoy acá, entre tanta suciedad, es justamente porque no me quiero morir. Yo estoy luchando por la vida. Para sobrevivir, tengo que ver este basurero como la cueva de las maravillas y cada tarro de leche vencido y sellado como una pepita de oro. El basurero no es un basurero, es un cofre escondido por un pirata.

«Elsa, ¿encontraste algo?» Mi hermano Jose, que se encuentra a unos metros, rebuscando en los contenedores del siguiente edificio, tiene la manía de preguntármelo cada dos por tres. Lleva la cuenta de los potes de yogur, de las bolsas de harina, las latas de atún, los paquetes de arroz y los panes duros que encuentro porque quiere ganarme. Está creciendo muy rápido mi Jose, y se ha dado cuenta de que no puede dejar que una chica, aun así sea mayor que él, lo supere en algo, demuestre ser mejor que él. Sería humillante, dice. Y yo lo dejo ganar. Él no lo sabe, pero yo también tomo nota mentalmente de los desechos reciclables que encuentra él y, cuando estoy en ventaja, escondo los míos y los echo a nuestra bolsa mientras él está distraído.

Pobre Jose. Prefiero que hasta cuando pueda sean estas las pequeñas humillaciones que lo mantienen preocupado, y no otras que él no ve y que a mí me atormentan. Como la de estar con los brazos sumergidos en la comida y las cosas que otros han descartado. Todo lo juntan, todo lo revuelven, como si todo tuviera el mismo valor. O, mejor dicho, como si nada de esto lo tuviese. ¿Se pueden comparar, acaso, esa cáscara de plátano en putrefacción con esta sartén sin mango? ¿Tienen parangón esa lechuga mordisqueada por las lechuzas y estos CD que reflejan el arcoíris? Hay una cierta impudencia en el gesto de botar estas cosas juntas, incluso una forma de prepotencia al forzar que cohabiten. Prepotencia contra la física y la naturaleza, una afrenta al orden de la materia. No deberían ocupar un mismo lugar. Y no lo digo porque al querer coger esa lámpara, mi mano se empapó de salsa de tomate rancia y escurridiza. Es algo más que ahora no sabría explicar.

«Sí, hermanito. Encontré una lámpara que seguramente ya no alumbra.»

«¡Genial, hermanita!» me responde Jose contento, aunque sé que algo está tramando para poder adelantárseme con algún objeto más raro y más rentable que el que le muestro entre mis manos.

Las calles están desiertas. En las pistas casi no hay iluminación, pero en el cielo brilla una luna pálida y materna. Nos protege. Nuestros ojos se han acostumbrado a la penumbra. A veces pasan unos patrulleros con los faros encendidos y nos ciegan. Me gusta que sea oscuro, me gusta que no me vean. La noche es una frazada que me tapa, me hace sentir a salvo. A estas horas nadie camina por aquí, solo nos acompañan los gatos vagabundos, solo se oyen sus maullidos. También algunos perros que ladran desde las alturas de los inmuebles, desde el calor de sus camas acolchonadas.

A veces, muy raramente, pasa alguien, pero yo finjo que no los veo y ellos me confunden con un sueño, una ilusión óptica. La oscuridad nos favorece a ambos. Me parece que este es un reino distinto, cuyo ingreso está prohibido a los caminantes de día. Y nunca nos encontraremos, como el sol y las estrellas.

No podemos descansar, en unas horas los camiones de la basura pasarán a recoger nuestros cofres, y nos quedan todavía varias cuadras por recorrer. Todos estos basureros los han sacado al exterior y depositado al borde de las pistas para que los camiones se los lleven. No sospechan que hay personas despiertas que husmean en las sobras de su cena. A estas horas, no se encuentra nada por las calles, solo desechos. Orgánicos e inorgánicos. Cosas y personas.

Nunca podré acostumbrarme a este olor. Cada noche es un olor parecido, pero distinto. Cada día las substancias dan vida a nuevas misceláneas, así que el olor jamás será idéntico. A veces es un poco agridulce, otras el orín lo cubre todo. Pero siempre es nauseabundo. Trato de persuadirme que solo es mi impresión, que apesta solo porque estoy viendo de dónde proviene. Que se engendra de la basura. ¿Y si nunca la hubieran llamado basura? Si le hubieran puesto otro nombre, quizás otra seria la fragancia. Me enseñaron su nombre, un nombre ya impregnado de olores y de significado. Un nombre aromatizado. Pues se equivocaron. Al decir el mundo se equivocaron. Hay muchas cosas que nunca debieron mencionar, así jamás habrían existido. Deberíamos recomenzar todo desde el abecedario, volver a ordenarlo todo, impedir este caos repugnante. Impedir que las personas se pierdan entre los residuos.

Mi papá me enseñó el poder de las palabras, el poder de las historias. Somos buscadores de tesoros, me decía. Y al decírmelo, extrañamente no éramos rodeados por este olor. En todos casos, mis recuerdos de ese entonces huelen a campos de margaritas.

El horizonte se está esclareciendo, de azul marino se va volviendo lila y en breve se tornará rosado.

«Mira, Elsa, ¡encontré una tableta de chocolate con avellanas! Está entera, parece que no la han tocado.» me grita Jose del otro lado de la pista.

«¿Y está bien envuelta?» le pregunto yo.

«Sí, ¡tiene papel, y encima plástico! Seguro la habrán botado por error.»

«No creo Jose, pero mejor para nosotros. Será nuestro postre. La comeremos entre los tres: mamá, tú y yo.»

A lo lejos escuchamos el motor de los camiones que avanzan, y los residuos que llueven encima de las toneladas de basura ya amontonadas. Suenan a vidrios rotos, a fierros viejos y pesados.

«Ya nos vamos, hermanito. ¡Apúrate! Mamá nos está esperando para desayunar.»

Jose me alcanza con aire triunfante la tableta de chocolate para que la guarde. Mientras él va adelante mío, corriendo a la derecha y a la izquierda como un pequeño saltamontes, abro la tableta desde una esquinita. Yo solo quería respirar el cacao después de tanto tiempo. Pero al abrirla me percato que era muy tarde; ya había sido asaltada por una colonia de hormigas negras que estaban en medio de un festín silencioso. No quedaba nada que hacer, solo asumir nuestra derrota. Dejo caer el contenido en el pasto y me quedo con la envoltura. Cuando Jose voltea, finjo que me estoy metiendo a la boca el último cuadradito de chocolate.

«Elsa, ¿qué estás haciendo? ¡Te acabaste nuestra tableta! No se vale, era para los tres.» me dice con el entrecejo fruncido y subiendo de tono.

«Perdóname, Jose. Es que tenía tanta hambre que no pude aguantarme.» le dije falsamente arrepentida, con la voz de quien ha sido pescado con las manos en la masa.

«Ay, Elsa. Lo que pasa es que tú no sabes perder.»

E.

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4 comentarios en “Amor y hambre”

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