Las escorias del pasado (Parte II)

Mi padre no pertenecía realmente a aquel mundo y terminó habitándolo solo por una voluntad de revancha, para rehuir la miseria en la que se había criado y demostrar que valía mucho más de las denominaciones con las que solían burlarse de él cuando era aprendiz. Sin embargo, el reconocimiento era suficiente para él, escuchar que se refirieran a él con un tono reverencial colmaba sus aspiraciones. No tenía la necesidad de seguir en todo costumbres y diversiones que le resultaban ajenas. El teatro lo hacía dormir, el cine le parecía en extremo dramático. Era torpe para bailar, sus movimientos, descoordinados. No aferraba el sentido de ninguna manifestación artística que según él solo procuraban llenar de pajaritos las cabezas de las personas, alejándolas de la realidad y ablandándolas hasta volverlas inútiles para la sociedad y para sí mismas. Era un verdadero trabajador y puede parecer paradójico el hecho de que, una vez alcanzado el nivel de vida que tanto sudor le había costado, no se preocupó de gozar de sus frutos, sino que continúo impertérrito como si para él la meta fuese menos la recompensa que el mismo trabajo.

Mi mamá, sin embargo, tenía otras aspiraciones. Rebosaba de energía, tenía un temperamento pasional y el trabajo le gustaba en la medida en que era el único medio del que disponía para disfrutar la vida. Quería probarlo todo, experimentar cualquiera novedad. Se deslizaba con soltura en la vida mundana y es cierto que hubiese necesitado de un compañero capaz de brillar tanto como ella y no de apagarla lentamente. ¿Cómo sé todo esto? Me gustaría poder contar que me lo explicó ella para apaciguar mis curiosidades siendo ya adulta. Pero no fue así. Lo sé porque no solo se hacían esas recriminaciones abiertamente, delante de mí, sino también porque mi madre tenía la costumbre de quejarse conmigo, como si yo fuese su confidente y no la hija del hombre con el que se arrepentía de haberse casado. A veces, mi papá llegaba tarde a casa y yo lo esperaba despierta, sabiendo que no olvidaría de venir a mi cuarto para besarme la frente.

Entonces le suplicaba: «Mamá dice que nunca la llevas al cine. Por favor, haz el esfuerzo. La harás muy feliz». Él me daba al fin el beso tan esperado y me decía que habría cumplido mi deseo a condición de que esa noche hubiese soñado con él. Entonces yo me dormía tranquila, orgullosa por haber cumplido mi misión de pacificadora y convencida de que al día siguiente todas sus discusiones se las habría llevado el viento. Pero las discusiones aquel día se reactivaban con tonos incluso más encendidos y yo sentía la culpa recaer encima mío como una cascada de lava hirviente.

Mi padre no había traicionado su promesa, pero sus intentos de complacerme a mí y a mi madre fracasaban puntualmente.

-¡Esta noche te llevo al cine! -le anunciaba enfático.

-Ni en un millón de años. Sé que ha sido tu hija quien te lo ha pedido. ¿O me crees bruta? -replicaba mi madre.

-No te pongas así… yo también sé que te encanta el cine. Vamos, ¡pasaremos una noche agradable!

-Menos tiempo paso a tu lado y mejor me siento. No hay duda de que tú y tu hija son tal para cual: dos alcahuetes.

Luego estallaba el caos y yo terminaba entre la espada y la pared. Mi madre lanzaba insultos contra mi padre, quien prefería refugiarse tras el muro del silencio. Solo abría la boca para decirle que se calmase, pero a oídos de mi madre esas palabras sonaban como cañonazos y de nuevo iba a la carga con más furia, desenvainando una lengua cada vez más afilada y, a veces, también las uñas. Amenazaba con marcharse, con dejarnos a los dos. Yo, entonces, desesperada, me prostraba a sus pies y le rogaba que no se fuera, lo hacía en lugar de mi padre que en cambio quedaba impasible en el sofá, con la cabeza detrás del periódico, al igual que una fortaleza inexpugnable. Ella me llamaba espía e intentaba ablandar su ira desahogándola encima mío y yo a ese punto estaba dispuesta a beberme todo ese veneno con tal de no verla desaparecer tras la puerta que había quedado entrecerrada en el fondo, como prueba de que iba en serio y no mentía respecto al deseo de abandonarnos. De tanto sollozar me daban ganas de vomitar; solo entonces ella me sacudía de sus piernas, a las que me había aferrado con toda mi fuerza, y me cargaba en sus brazos. Me prometía que no iría a ningún lado, que solo por mí no lo haría.

Desde los seis a los diez años esas peleas se repitieron con tal frecuencia que aún ahora no termino de entender. Una vez la razón era el cine, otra el teatro, otra un concierto, o más sencillamente una cena en un restaurante que no fuese aquel donde sudaban tinta toda la semana. Mi madre reclamaba atenciones y mi padre se las ofrecía demasiado tarde, cuando la explosión del dispositivo activado por su negligencia se había vuelto inevitable. Yo seguía cumpliendo el rol de mediadora, creyendo que su felicidad como pareja dependiese primero de la calidad de mi esfuerzo y luego de la fuerza de mi llanto. Tendía a desplazar la valla cada vez más alto y de tal manera me trepaba hasta encontrar nuevas esperanzas que me impidieran rendirme, alimentando indefinidamente ese círculo vicioso.

Finalmente, terminaron distanciándose y su hostilidad asumió nuevas formas que dejaron de ser el enfrentamiento abierto, pero que seguían exigiendo mi involucramiento. Las malas palabras, los gritos, las amenazas ya no eran suficientes. Su desprecio mutuo ya no bastaba para herirse. Conocían perfectamente los juicios negativos que incansablemente rumiaban uno contra el otro y ponerlos de manifiesto ya no surtía efectos. Cuando le quitas tu amor a alguien, también lo estás despojando de la facultad de usarlo en tu contra. Pero aún tenían un as bajo la manga para seguir haciéndose la guerra: yo. El peor agravio que podían infligirse ya no era seguir ofendiéndose, sino provocar mi distanciamiento. Tratar de pervertir la imagen del otro para lograr instigar en mí la misma aversión que ellos sentían. Mi aprecio, mi cariño eran todo cuanto aún tenían en común y todo lo que podían disputarse y quitarse mutuamente. Aunque siguiéramos viviendo bajo el mismo techo, era cada vez más insólito que nos encontráramos los tres juntos. Para evitar cruzarse, mis padres hasta dejaron de trabajar codo con codo en el restaurante. Delegaron sus funciones a terceros y, faltando el binomio ganador, el éxito del negocio empezó a declinar. Aunque ellos no parecían prestarle mucha atención. A veces pasaban días enteros sin que viera a mi papá, cada vez más ausente y evasivo. La razón la habría entendido de ahí a poco.

Una noche en que, pasada la hora de cenar, mi papá todavía no había llegado ni había llamado para comunicarnos su retraso, mi mamá se puso nerviosa. De repente prendió un cigarrillo y empezó a inhalar el humo repetidamente hasta que sus gestos se volvieron menos agitados. Se veía más relajada cuando una luz diferente y consciente brilló a través de sus ojos concentrados.

-Cámbiate -me ordenó.

-Pero si ya es tarde, mamá. ¿A dónde tenemos que ir?

-Tú has lo que diga. Ya lo verás.

No me opuse. Sabía que sería inútil. Me hizo subir al auto y por un momento temí que habría pasado lo peor. Pensé que quería llevarme para siempre y que nunca habría vuelto a la casa que, pese a todo, albergaba a personas, como mi nana, que me trataban bien y por las que sentía afección. Pensé que no volvería a ver a mi padre. Me equivoqué. Era él a quien buscábamos.

Nos paramos al lado del lugar donde estaba estacionado su coche. Mi madre me miró. Estaba sentada al volante; glacial, erguida, como si estuviese esforzándose para mantener íntegro su orgullo, impidiendo que se quebrara en mil pedazos.

-¿Sabes de quién es este coche?

-Por supuesto que lo sé. Es de papá.

-¿Y sabes quién vive en la casa de al frente?

-No -tuve que admitir, presagiando que la explicación que seguiría no me habría gustado.

-Es de la negra. La que tiene un puesto de fruta y verduras en el mercado. Donde tu padre iba a hacer las compras para el restaurante.

Sabía de quién estaba hablando, yo también lo había acompañado algunas veces. Era la señora gentil que fingía mirar a otro lado cuando me robaba sus uvas, mientras mi papá se encontraba absorto en la elección de las hortalizas. No dije nada. Me limité a escrutar el coche. El brillo metálico con el que estaba forrado desentonaba frente a la cerca oxidada. Estaba fuera de lugar, tanto como el dueño que la había conducido hasta ahí. Una de las ventanas del segundo piso estaba iluminada, no se lograba distinguir ninguna sombra, pero mi papá tenía que encontrarse en su interior. Lo sentí más lejano que nunca. Mi mamá volvió a prender el motor y nos fuimos.

Se volvió un hábito. Cada vez que mi papá no volvía a casa, mi mamá me llevaba a controlar dónde hubiese estacionado su auto. No profería palabra, no servía agregar nada más. Su presencia en aquel sitio demostraba que era un farsante, que no estaba trabajando como él declaraba. Me miraba complacida, con una sonrisa que más parecía una grieta en su rostro, y yo entendía demasiado bien el mensaje encerrado en su mirada. Estaba diciéndome: -¿No lo ves? Tu padre no me quiere, pero tampoco te quiere a ti. No es un buen hombre. Ya veremos hasta cuándo te atreverás a defenderlo. Mi expresión de dolor y decepción la reconfortaba, le confirmaba que sus intentos de degradar la imagen de mi padre habían logrado su objetivo. Parecía que jubilara al ver menguar la estimación que tenía por él, como si al demostrar que ni él ni su palabra valían nada, creciera inversamente su valor como mujer y como madre. Nunca había estado tan lejana de la verdad.

Claro que a esa edad no podía descifrar todos los significados ocultos en aquel encuentro clandestino y que incluso ante mi mente inocente parecía sospechoso. Ignoraba qué tipo de relación consumieran a altas horas de la noche en casa de la negra y no sabía distinguir los límites entre una amistad y un romance. Claro que me parecía raro que mi padre se relacionara con una mujer tan distinta a mi madre y a las mujeres agraciadas que desfilaban por nuestro restaurante. Jacinta -así se llamaba la negra- era chata, corpulenta y cubierta por capas de grasa que tambaleaban ni bien respiraba con más afán, y cuando reía estruendosamente parecían agitarse como sonajeros. Su piel era incluso más oscura que la de mi nana, más oscura que la de un minero. Lo que más me hacía sufrir era que mi padre prefiriera su compañía a la mía, la compañía de una mujer vulgar y probablemente menos instruida que yo, una niña de tan solo doce años. O que incluso prefiriera la compañía de sus cinco hijos, todos tostados como granos de café y ruidosos como abejas enfurecidas. ¿Por qué tenía que pasar sus noches en casa de extraños cuando yo lo estaba esperando en nuestra morada?

Pasaron meses antes de que mis padres decidieran disolver el último hilo que los mantenía atados. Poco a poco, el restaurante había perdido su facultosa clientela, descontenta de un servicio que ya no satisfacía sus elevadas exigencias. Estaban a punto de cerrar, cuando mi padre decidió mudarse a Bélgica, donde había encontrado un nuevo empleo que nos habría permitido mantener inalterado nuestro estilo de vida. Fue así como mis padres terminaron de concretar una separación que nunca tuvieron el valor de oficializar. Cuando llegó el día de la partida de mi padre, me acordé de Jacinta. Pensé que la estaba abandonando tal como estaba abandonando a nosotras. Nunca había sido ella el problema.

Han pasado tantos años. Ambos tuvieron otros amantes, pero en el papel, nunca dejaron de ser marido y mujer. Mi madre fue la última en apagarse y en su lápida sigue grabado su apellido de casada. En su caso, no fue la muerte quien los separó, sino la vida misma. No sé por qué todavía siento la necesidad de hablar del tema. Ha pasado mucha agua bajo el puente, pero la corriente nunca ha sido capaz de arrastrar estos benditos recuerdos; aún descansan en el lecho de mi mente igual que detritos. O tal vez como escorias. Se los cuento porque quiero ser sincera con usted. Esta terapia es muy importante para mí. Me costó mucho encontrar el valor para empezarla. Me pidió que comenzara desde el comienzo y eso fue lo que hice. Puede que, después de todo, acercarse al fin signifique volver al principio.

FIN

E.

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2 comentarios en “Las escorias del pasado (Parte II)”

  1. Querida amiga, con «E» de Excelencia, me ha encantado disfrutar de tan maravilloso relato.

    Feliz por disfrutarlo, por haberme hecho el tiempo de leerlo sin pausas.

    Te felicito, amiga y te aplaudo al ver tu trabajo terminado.
    Y deseo de todo corazón que tu realidad tangible esté lo más alejada posible de esta tristeza que has sabido plasmar en tus letras.

    Aprovecho también para reconocer la razón que tienes, al decirme (respondiendo a mi comentario del primer capítulo) que esto no es algo nuevo. Que verdaderamente es una situación lamentable que ha trascendido tiempos y culturas. Es más, se remonta al mismo amanecer de la humanidad.

    Recordando lo que me decías, que al menos hoy hay un adelanto, al quitar de en medio la hipocresía de la perfección de la familia ideal, es, tristemente un diminuto peldaño de gran insuficiencia, cuando se trata de cruzar un abismo. La sociedad actual avanza un paso y retrocede diez…

    Y es que la perfección no está en la estética y en llenar las espectativas de los estándares de la cultura de turno.
    La única garantía del éxito, ha sido, es y será, el amor sincero. Los demás factores pueden afectar, pero no destruir. Puede haber escasez de todo, educación y dinero y comodidades, pero donde abunda el amor, toda necesidad es eclipsada por el tesoro más grande.

    Nadie nace sabiendo ser esposo o esposa, o padre o madre, hijo o hija, pero el Amor es un maravilloso Maestro infalible.

    Nuevamente, espero que te encuentres bien, que tengas toda necesidad satisfecha y paz en el corazón.

    No estoy escribiendo, por el momento, pero para cuando gustes, ya sabes llegar a mi hogar literario. Siempre será un placer especial recibirte.

    Un abrazo inmenso, feliz tarde,

    Hulussi_Ñe’êpoty.

  2. Querido amigo, eres demasiado generoso con tus críticas.
    Gracias por tu aprecio y, sobretodo, por tu amistad.
    Me encuentro totalmente de acuerdo con tu opinión acerca del amor. El amor lo mueve todo.
    Así que, ¡viva el amor! y ¡viva la amistad!
    Un gran abrazo,
    E.

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