Una tórrida mañana

Era un día soleado y bochornoso de verano, y la familia Gonzáles transpiraba copiosamente dentro de su choza destartalada, cuya construcción tanto esfuerzo les había costado. La casa se erguía sobre una montaña de arena hirviente, flanqueada por muchas otras parecidas y atestadas de personas tan numerosas como hormigas en un hormiguero, o los granitos de ese mismo desierto. Multitudes que mediante su respiración afanosa y su circulación sanguínea elevaban aún más la temperatura percibida, que rondaba los 32oC. Los Gonzáles estaban apiñados frente a su única fuente de ventilación, es decir la puerta por la que ingresaban insectos en busca de sombra y ni un solo hilo de viento. Los niños se habían echado en la cama boca arriba, lo bastante cerca para caber los cuatro, pero atentos a no pegarse con la mezcla de sus sudores. En un día cualquiera, probablemente se habrían encontrado al aire libre haciendo rodear algún neumático con un bastón o jalándole las colas a los perros del barrio. Los adultos, en cambio, estaban sentados a la mesa de al lado. Los hombres, con brazos y piernas estiradas y cabezas dobladas hacia atrás, parecían hundidos en un trance profundo. Las mujeres se echaban aire con las hojas de un viejo periódico e intentaban vencer el torpor sin éxito.

En la habitación reinaba un silencio absoluto, algo que raramente sucedía cuando los nueve miembros de la familia estaban reunidos. Si a alguien se le ocurría entreabrir la boca para decir algo, rápidamente se arrepentía y dejaba la palabra a medio pronunciar flotando encima de sus cabezas sin que nadie pudiera verla ni oírla. Debía de pensar que era más sabio guardar ese débil aliento para seguir alimentando sus funciones vitales y no para detonar inútiles chácharas. El único estrépito que se oía de vez cuando era ocasionado por las palmadas que se autoinfligían en el intento de aniquilar algún sancudo sediento de sangre, guiadas más por un reflejo espontáneo que por un plan premeditado. La verdad, nadie tenía fuerzas suficientes para ejecutar ningún tipo de acción que implicara la coordinación de miembros y cerebro. Simplemente, estaban vegetando, como plantitas esperando a que alguien las regara con agua fresca.

Fue en esas circunstancias que, de manera inesperada, el menor de todos, Sandrito, habló para decir la primera oración en horas: “¡Quiero ir a la playa!”, refunfuñó quejumbroso, anticipando, quizás, una respuesta negativa como las que solía recibir. El silencio perduró unos momentos más, pues a todos les tomó tiempo llenar esas palabras con algún significado que suscitara sus reacciones. La cadena de asociaciones se desplegó in crescendo de la siguiente forma: primero, imaginaron la gran extensión de arena, llana y despoblada, donde cada uno podría disponer de un espacio más amplio que el metro cuadrado en el que estaba comprimido y que les obligaba esquivarse mutuamente; luego, casi pudieron sentir la briza marina erizar sus pieles desnudas bañadas en protector solar, y sus pulmones inundados de aire fresco, virgen, que por nadie más había sido inhalado; por último, visualizaron el Pacífico, una cuenca inmensa de agua helada y borrascosa que ni el sol más aguerrido lograría entibiar. La poderosa sugestión desatada por las simples palabras de un niño los regeneró de inmediato, inyectándolos de euforia y vitalidad. Ya era muy tarde para dejar que esa imagen quedara en el estado de simple fantasía; sentían como si el agua del océano hubiese llegado a salpicarlos, casi pudieron percibir su textura húmeda, y sus cuerpos no habrían encontrado paz hasta sumergirse en ella por completo.

Se armó un completo alboroto. De pronto, todos corrían a la derecha y a la izquierda, repartiéndose las tareas y organizando la excursión que habría tenido lugar la mañana siguiente. Sin importar el bochorno asfixiante, al que se habían resignado hasta hacía unos minutos, hubo quien se fue a contratar la movilidad, otro a comprar el chancho para el almuerzo, otro se puso a rebuscar en los armarios la sombrilla, las toallas, los bañadores y más cosas que no veían la luz en años, y otro fue a tocar la puerta de algún vecino para pedirle en préstamo lo que faltaba. Todo, bajo la mirada todavía atónita de Sandrito que no estaba acostumbrado a ser escuchado y, menos, a que le concedieran lo que pedía instantáneamente sin tener que hacer berrinches. Luego, también se dejó llevar por la excitación y junto a sus hermanos se pusieron a saltar en la cama y a tirarse volantines.

Ninguno de ellos había visto el mar, menos el mayor, de doce años, que intentaba complementar con su vívida imaginación los recuerdos lejanos que aún conservaba de ese primer paseo. Con sus relatos de peces, tiburones, olas gigantescas y criaturas mitológicas escondidas en la oscuridad de los abismos, logró exacerbar aún más el entusiasmo de los pequeños que no paraban de reír, aplaudir y gritar. Hacía tiempo que no tenían una razón para ser tan felices, una expectativa que parecía tan real, tan cercana de cumplirse. Esa noche, casi no pudieron cerrar un ojo por la emoción y, al día siguiente, fueron los primeros en despertar.

El carro estaba listo para conducirlos a su destino: una vieja combi que luego de haber servido para transportar a los pasajeros de un extremo a otro de la ciudad, habían alquilado a un precio muy cómodo con conductor incluido. La olla repleta del jugoso chicharrón fue la primera en ingresar; la aseguraron en uno de los asientos del fondo con una soga, para que los virajes o eventuales colisiones no echaran a perder el plato principal de ese día. Luego subieron todos los demás con el equipaje y tomaron sus lugares en los asientos desprovistos de cinturones. Los niños se sentaron atrás porque, según decían, era más probable que se salvaran en caso de accidente, y los adultos viajarían adelante, apretujados entre las pertenencias que habían desparramado en sus rodillas, a sus pies y entre los asientos. ¿No se estaban olvidando de nada? Hicieron un último control: estaban las toallas, la sombrilla, la olla de chicharrón, el parlante portátil para la música, las cervezas, las gaseosas, los panes, todos llevaban sus ropas de baño puestas, el tanque de gasolina estaba lleno, los niños, el papá, la mamá, el tío, la tía y la abuela, todos estaban en sus sitios. No faltaba nada y nadie necesitaba orinar. Entonces un, dos, tres, en marcha.

Tomaron la ruta y, si el tráfico no los traicionaba, demorarían aproximadamente tres horas. Los niños empezaron a entonar alguna canción aprendida en la escuela y los hombres, que en un principio los reprendieron, se unieron al coro luego de la tercera lata de cerveza. Con la excusa de que el hielo de los baldes se iba a derretir, empezaron a tomar antes de la hora del desayuno. Las mujeres, que normalmente los habrían regañado, decidieron hacer la vista gorda para no malograr la fiesta y se pusieron a brindar con ellos. Para no causarle un desaire, incluso le invitaron una lata al conductor, que después de unos cuantos sorbos, resultó ser un señor bastante agradable. El trayecto estaba procediendo sin interrupciones y los niños no habían pedido que pararan para ir al baño ni siquiera una vez. Más bien mantenían manos y narices pegadas al vidrio, con los ojos ávidos de los paisajes que desfilaban frente a ellos y que jamás habían visto. Veían las gaviotas revoletear en el cielo cada vez más azul, y preguntaban por qué esos “gallinazos” tenían alas blancas y no se parecían a los que vivían por el barrio, y muchas más curiosidades que los mayores no siempre sabían contestar.

Iban a mitad del camino, cuando todas esas voces alegres que se sobreponían fueron calladas por un fragoroso estallido proveniente de la parte trasera. En seguida el carro se paró en medio de la pista, envuelto por una nube de humo gris y denso. Hubo un breve momento de suspenso en que el conductor intentó volverlo a prender, luego del cual fue evidente que estaban frente a un problema que no iban a poder solucionar tan fácilmente. El silencio dejó nuevamente el paso al bullicio que, sin embargo, esta vez, era alimentado por emociones de cólera y desaliento que no tardaron mucho en encontrar un blanco al que dirigirse. Sin embargo, de nada sirvieron las presiones, los reproches y una que otra amenaza; el conductor se declaró incapaz de arreglar la pieza del motor que estaba fallando. Se encontraban en medio de la nada, no se vislumbraba ninguna tienda, ningún asentamiento, solo montañas de rocas de todas formas y dimensiones que se extendían por kilómetros, y a los bordes de la pista, montones de suciedad y basura. El mecánico se demoraría en socorrerlos y la familia Gonzáles se sentía en el punto de partida. Acalorada y amontonada dentro de ese cubículo de metal que les hacía extrañar su choza.

Los niños empezaron a agitarse, lloraban y se angustiaban por el temor de volver a casa antes de cumplir su principal deseo, y el papá decidió tomar las riendas de la situación. Solo tenían dos opciones: esperar a que llegara el mecánico sin tener la garantía de cuánto tiempo le requeriría para lidiar con el problema técnico, y arriesgándose a que ya no pudieran continuar la excursión, o sino encaminarse a pie. El bus los recogería de la playa una vez que todo estuviese resuelto. Al final optaron por la segunda. «Sigan todo de frente, nomás» les recomendó el conductor. El papá y el tío cargaron la olla, la tía y la mamá los baldes con las bebidas, la abuela las bolsas con las provisiones, un niño la de los panes, otro la sombrilla y el niño mayor cargó al niño menor. ¿Todos listos? No, Sandrito tenía que orinar. Se escondió detrás de un arbusto y vació su pequeña vejiga. Ahora sí. Un, dos, tres, ¡en marcha!

Caminando en fila india, parecían una procesión de beduinos, solo faltaban los camellos. En el cielo no había ni una nube que pudiera taparlos del sol, y del terreno no crecía ninguna planta bajo la cual repararse. A veces paraban para descansar, se sentaban en una piedra y bebían algo con los minutos contados. Lo único que les daba ánimo era saber que con cada paso acortaban la distancia que los separaba del mar, el final de sus tormentos. No sabían exactamente cuánto tiempo demorarían, pero sabían que el mar no iría a ningún lado, los estaba esperando. Pese a que no podían verlo, ni escucharlo, ni tocarlo, no dudaban de que ahí lo encontrarían, tras esas montañas, un poquito más allá, más allá. Grande, misterioso, divino. Así que, aunque se sentían mareados por el cansancio, sus manos y pies se habían llenado de ampollas y sus piernas casi no podían caminar en línea recta, seguían avanzando.

Perdieron la noción del tiempo, no tenían idea de cuánto había pasado desde que habían despedido al conductor con la convicción de que llegarían sanos y salvos. Y ahora esa misma fe comenzaba a flaquear. Habían seguido de frente, no tomaron ninguna desviación y, sin embargo, empezaban a dudar de que quizás el calor los había aturdido a tal punto de haberlos hecho eludir alguna señal vial importante. O que tal vez el conductor les había indicado adrede la dirección equivocada, que todo había sido una maniobra para deshacerse de ellos y quedarse con el dinero sin completar la ruta. Quizá no existía ningún mar ahí en los alrededores. Quizá nunca había existido y se habían confundido. O quizá había existido y el sol que ahora los azotaba desde su zenit lo había secado. El mar se había secado. ¿Acaso era posible?

Estaban tentados de parar alguno de los carros que corrían en sentido contrario para preguntarles si venían desde el mar, si tenían pruebas para mostrarles. Casi perdieron la esperanza. La abuela, aquejada, reclamaba que volvieran atrás y los niños ya casi no tenían energías para convencerlos con sus pataletas. Fue entonces cuando miles de destellos dorados y plateados como cristales encendieron sus rostros y atrajeron sus miradas desconsoladas. A lo lejos, parecían enjambres de luciérnagas enloquecidas. Sandrito exclamó sorprendido: «¡Miren! El cielo se ha caído, se ha roto en montones de pedacitos.»
Al fin habían llegado.

E.

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2 comentarios en “Una tórrida mañana”

  1. Uhhhh, hasta yo me fatigué con tan tremendo viaje!!! Qué duro pero qué lindo e intenso que se vive cada emoción cuando se es pobre. Me encanta la originalidad de los temas que tratas. Espero que la comida no se les haya puesto fea, pobre gente, después de haber cargado tanto camino con esa olla!!!! ¿les habrá quedado fuerza para disfrutar un poco? Deben de haber llegado muy tarde, al menos ya no estaría tan fuerte el calor…cosas que iba pensando mientras leía.
    Amiga, extrañaba venir a visitarte en tu hogar.
    ¿Cómo estás pasando estos días tan difíciles? Me gustaría mucho saber si estás bien. …
    Te mando un abrazo inmenso!!!

    1. Gracias, amigo mío, por volver a visitarme. Supuestamente, en estos días de aislamiento, el tiempo es lo que más nos sobra…pero yo tengo la sensación de que mis días transcurran sin que pueda verlos. Quizá porque para enfrentarme a tanta incertidumbre, me he desconectado en parte de mi lado emocional que es lo que le da calidad al tiempo y lo llena de vida. No sé si es algo que me pasa solo a mí, pero de todas maneras te agradezco por haber encontrado unos minutos para pensar en mí.
      Me alegra que hayas podido sumergirte en mi historia. Me gusta imaginar que al final pudieron disfrutar de su banquete, incluso aún más que de costumbre, porque tenía el sabor de la victoria. Espero que sea algo que nos pase a nosotros también, que aunque no estamos viajando, sino completamente inmovilizados, experimentamos una frustración parecida.
      Deseo que te encuentres bien, y que una lluvia de bendiciones se derrame sobre ti y sobre todos tus seres queridos.
      Cuando tengas ganas de escribirme con más libertad, puedes hacerlo a mi correo vidasenprosa@gmail.com
      ¡Hasta pronto! 🙂

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