Hallábanse el mar, el cielo con matices ocre como en un dibujo de acuarelas y un lecho de pasto suave donde poder echarse, enlazarse, darse besos y caricias. Pronto el parque del malecón se llenaría de parejitas deseando admirar el paisaje que otros días del año tal vez habrían ignorado o mirado distraídamente. Pero no ese día. Ese día, el mar que parecía una larga sábana azul sacudida con vigor, danzaba para ellos. El sol pintaba el lienzo del cielo para ellos. Y el pasto aromatizaba el viento de verde para ellos. Era el día de San Valentín. Todos los elementos de la naturaleza en aquel lugar parecían acoplarse para crear el cuadro ideal del amor, celebrado por parejas recién unidas o resistentes al tiempo y a su paso devastador. La inmensidad del océano, la belleza del cielo, reflejaban su paisaje interior. Las parejas iban ahí, en realidad, para contemplar lo que llevaban en el pecho.
A esa escena tan romántica le faltaba, sin embargo, un pequeño toque final y dos jóvenes de esos lares se habían encargado de culminarla. Sonia y Renzo se parecían a las múltiples parejas que seguían llegando y llenando el parque, recostándose contra los troncos de los árboles o acomodándose sobre mantas de cuadros. Pero ellos no se encontraban ahí por placer sino obligados por la necesidad. Vendían rosas rojas y sabían que aquel era un punto estratégico en donde los clientes no escasearían. ¿Qué sería de la belleza si no estuviese lo efímero para recordarnos que la apreciemos en cada instante? Era este el mensaje de las rosas que vendían por cincuenta centavos la unidad. En realidad, Renzo y Sonia vendían de todo: dulces, palos de selfies, arepas, chicles y cigarrillos. Se las arreglaban como podían. Pero, aquel día, las rosas por sí solas bastarían y exponer los demás productos habría sido de mal gusto.
Llegaron faltando un par de horas para el atardecer. Era el momento que habría congregado más visitantes. La principal atracción por la que los enamorados habían elegido aquella ubicación. Sonia, muy elegante, serpenteaba con la cesta de rosas entre las parejas. Parecía la encarnación de la primavera, una versión menos solemne y más moderna. Renzo hacía lo mismo, con un par de rosas entre los dedos. Si bien se habían dividido, seguían buscándose con la mirada y a veces se sonreían tímidamente. Tenían que pensar en el negocio, pero no podían evitar sentirse sugestionados por aquella especial atmósfera, saturada de susurros, risitas, y silencios que podían leerse como partituras. Varias parejas se habían acampado y habían adornado sus mesas improvisadas con globos en forma de corazón y luces blancas. Estaban repletas de manjares preparados por ellos o por las manos de chefs experimentados y tampoco faltaban las copas colmas de vinos finos o espumantes. Cuando las entrechocaban mirándose fijo a los ojos despedían un sonido cristalino.
Las rosas se vendían fácilmente y la cesta de mimbre quedaría vacía antes de lo planeado. Renzo creía que el mérito era sobre todo de Sonia, de cómo lograba infiltrarse en la intimidad de los enamorados sin perturbarla, sin que su presencia los interrumpiese. No parecía una intrusa, sino un hada generosa que se aparecía con el fin de bendecir su vínculo amoroso y, por tal razón, estaban dispuestos a regalarle su atención durante unos segundos, a aceptar con garbo su flor. Había observado su forma de acercarse a ellos, delicadamente y con sumo respeto. Atinaba a hablarles solo si los amantes le daban alguna señal que ella leía en sus rostros. Al contrario, él se sentía torpe y cada vez que por el temor de estorbarlos se les acercaba sigilosamente, obtenía el efecto opuesto. Las parejas se sobresaltaban y se miraban con miedo. Algunas, tenían el reflejo de coger sus bolsos y objetos de valor para asegurarlos. Él entonces se avergonzaba y se sonrojaba hasta la punta de las orejas. Pero, con el rabillo del ojo, notaba que Sonia disfrutaba divertida aquella escena y se consolaba pensando que, después de tantos años, aún podía hacerla reír. No logró vender ni la mitad de las rosas de Sonia. Algunos se las compraron por lástima, mientras que otros eligieron no capitular para vengarse del susto gratuito que les había infligido.
Sonia lo alcanzó, rotando el mango de la cesta alrededor de su antebrazo como si fuera un hula-hula.
-Mira, ¡lo vendí todo!
Renzo se quitó el gorrito y la reverenció graciosamente.
-¡Bravo! Justo a tiempo para mirar la puesta de sol.
Sonia agradeció, oscilando su largo cabello negro como un péndulo y fingiendo creerse una actriz dramática. Luego bajó la mirada y notó la rosa que Renzo todavía apretaba en su mano.
-Oye, aún te queda una rosa por vender…-le dijo confundida.
-No, esta no está a la venta. La guardé para ti -contestó, y se la entregó mirándola como siempre hacía cuando de pronto se volvía el centro de todo su universo.
Sonia la tomó, introdujo su nariz y la olfateó, reconociéndola como suya.
Luego Renzo la animó: -Hay que sentarnos. Al fin y al cabo, también es nuestro día.
Se sentaron en el pasto, colocaron las mochilas a sus pies y se acurrucaron. El sol, rojo como una naranja, estaba a punto de acostarse debajo de la sábana del mar. Pronto habría desaparecido y solo quedarían sus reverberaciones a incendiar el cielo, convirtiendo las nubes en lenguas de fuego. Renzo deslizó su mano por las caderas de Sonia y apoyó su cabeza encima de su oscura melena. Ochos meses habían transcurrido desde que habían dejado su tierra para ir en búsqueda del futuro que juntos habían imaginado, cansados de esperarlo con los brazos cruzados. Había sido su idea y Sonia, como siempre, lo había apoyado. Incluso si esa vez implicaba cambiar su vida por completo, renunciar a sus más firmes referencias, saltar dentro de las fauces del mismísimo miedo. Ahora se preguntaba si acaso no había cometido un error.
Podría ser peor, pensó. Hubiera podido llover. No habríamos vendido ni una rosa y nos habríamos perdido esta vista maravillosa. Por mientras, Sonia espiaba el contorno de una vela desplegada en el horizonte y, por un momento, volvió a casa con la mente. Luego se volteó a mirarlo y vio sus largas pestañas negras proyectar una sombra oval debajo de sus ojos absortos. Podría ser peor, pensó. Me hubiera podido quedar allá, sola. Con todos los demás, pero sin él y por lo tanto sola. Pegada al teléfono esperando sus llamadas cada vez más esporádicas. Hasta que al final me habría olvidado. Sonia se escabulló del abrazo de Renzo y abrió el cierre de su mochila. Luego sacó dos arepas con carne mechada, envueltas en papel platino, y le ofreció una a su novio. Era la favorita de Renzo.
-Yo tampoco me he olvidado. ¿Qué creías? -le dijo con dulzura.
Renzo se emocionó, recordaba cómo les encantaba hacer picnics y las pocas ocasiones que habían tenido desde que habían llegado a esa ciudad, donde las carreteras eran su principal lugar de trabajo. Comieron sus arepas en silencio, cada uno sumido en pensamientos agridulces.
Estaba oscureciendo, el cielo se había vuelto morado y solo quedaba una fina y obstinada raya dorada que lo separaba del mar por algunos breves segundos. En el ambiente circundante, los enamorados concluían sus sesiones fotográficas y guardaban sus smartphones en los bolsillos. Estaba empezando a soplar un poco de brisa y pronto sus polos de algodón habrían resultado insuficientes para abrigarlos del viento cortante. Sonia y Renzo se pararon de pie, limpiaron su jeanes de la tierra y de las hojas y cogieron sus mochilas. De repente, un señor en terno y con gotas de sudor que se le escurrían por las sienes cruzó el parque y los llamó, jadeante. Estaba regresando del trabajo y había olvidado comprarle un regalo a su esposa.
– Chicos, disculpen. ¿Ustedes venden rosas? Me han dicho que los encontraría por aquí.
-Lo siento, amigo. Ya no nos quedan -contestó Renzo.
Renzo jaló a Sonia de un brazo y ya iban a marcharse cuando el señor de lentes empañados insistió de nuevo.
– Pero la señorita tiene una… Por favor, la pagaré diez veces más de lo que vale -les dijo dirigiéndoles una mirada desesperada.
Renzo, una vez más, se aprestó a declinar la propuesta. Ya tenía la lengua entre los dientes cuando Sonia lo detuvo con una mano para tomar la palabra.
-No se preocupe, señor. Tome su rosa y muchas felicidades para usted y su mujer. ¡Feliz San Valentín!
El señor pagó el monto pactado, gastó varias palabras de agradecimiento y finalmente se alejó contento.
Primero Renzo se entristeció y luego, sombrío, apretó los puños. Odiaba a Sonia, pero aun más se odiaba a sí mismo. Entonces Sonia, con paciencia, le abrió una mano, un dedo a la vez, luego la besó y la enredó con la suya.
-Vamos -le dijo y sonrió para tranquilizarlo. Renzo relajó los músculos de los brazos y del rostro.
-Está bien, vamos.
E.
Amiga de mi alma,
te cuento que ya lo he leído tres o cuatro veces y lo veo cada vez más precioso, amo tus historias.
Pude visualizar cada detalle de la tarde, los colores del cielo, el mar, el pasto, compartiste todos los detalles necesarios y me metí en el ambiente. Pude sentirme como Renzo y comprender a Sonia. Veo muchos como ellos cada día y es lindo poder revelar sus sentires, sus luchas…
Siempre que te leo, además de felicitarte, me nace la necesidad de agradecerte.
¡Hace tanto bien leer tus historias!
Dios quisiera usar tus letras para forjar un mundo más sensible, más empático…
Me encantan tus prosas y quiero seguir viniendo siempre a tu mesa, en tu biblioteca, es un lugar maravilloso, mil gracias por recibirme.
Te dejo el abrazo más grande del mundo,
Bua bía unumbia,
Hulussi_Ñe’êpoty.