La calavera

Pedro no creía ser un niño miedoso. O, por lo menos, no mucho más que cualquier niño de nueve años. Habría retado a cualquier otro en su lugar a dormir profundamente con una calavera humana a tan solo unos pasos de distancia. La calavera era la guardiana de la casa de los abuelos, los restos de un tío fallecido hacía mucho tiempo cuyo nombre ya nadie recordaba. “Qué me importará a mí su nombre, con tal de que cuide la casa y asuste a los ladrones”, decía la abuela. De que asustaba, asustaba. Pedro le decía “tío Chipi”, una astucia que lo enorgullecía pero que no podía revelar a nadie. Seguro sus abuelos lo habrían interpretado como una grave falta de respeto. El niño, sin embargo, no lo hacía por impertinente, sino que se le ocurrió que con un nombre tan gracioso ya no habría razones de temerle. Alguien llamado Chipi tenía que ser un tipo amigable. Se lo imaginaba chato, calvo y bromista.

Desde que empezó a llamarlo así, Pedro le había perdido un poco el miedo. Sobre todo, durante el día, cuando a la luz del sol parecía un hueso de escaso valor, no muy distinto a los que su perrita Leslie enterraba y desterraba en el jardín. Entonces, cuando se veía obligado a pasar por el pasillo de ingreso, donde se ubicaba la calavera, solía saludarla con simpatía y buen humor: “Hola, tío Chipi… ¿Cómo vamos hoy?” y sin esperar la respuesta que le habría ocasionado un infarto precoz, corría a jugar con Leslie, a ayudar al abuelo en la huerta o a desgranar el maíz para las gallinas. Sin embargo, de noche no lograba mantener la misma sangre fría. Pues era el momento en que, según le habían contado, el fantasma de Chipi se escabullía de su escondite grisáceo para proteger la vivienda y a todos sus inquilinos.

Además, antes de acostarse, la abuela solía rezarle y prenderle una vela a fin de despertar su poderosa magia y asegurarse de que cumpliera su función con implacable rigor. Entonces, la vela que iluminaba la calavera en plena noche anulaba por completo su semblante inofensivo e inmerso en ese ambiente tétrico, “Chipi” volvía a ser un simple sonido, similar al chirrido de un pájaro o al estornudo de un crío. La llama proyectaba en la pared detrás del altar y hasta el techo, la sombra del cráneo multiplicada por cinco veces su tamaño. La boca que solo estaba formada por dos filas de dientes descarnados parecía curvarse levemente y sonreír con perfidia para burlarse del niño. Y los agujeros que algún día habían albergado sus globos oculares parecían observarlo todo desde los abismos de una densa oscuridad. Una oscuridad capaz de succionar al pobre Pedro en un instante para conducirlo al reino de los muertos sin posibilidad de retorno.

Cuando se aproximaban las vacaciones de verano, y con ellas el viaje al pueblo donde residían los abuelos, Pedro era presa de sentimientos encontrados. Sabía que, junto con los abuelos, la calavera también lo estaría esperando. El recuerdo del tío Chipi y de las historias de fantasmas se trepaba por su columna como un escalofrío y lo ponía a temblar como un pollito debajo de un aguacero. Sin embargo, la alegría de volver a pasar momentos entrañables con los abuelos podía más y terminaba derrumbando sus resistencias. La primera noche era la peor de todas. Luego de prenderle la vela a la calavera, la abuela lo llevaba a la cama, en el cuarto de las visitas. Lo recostaba y tapaba con amor. Le acariciaba un poco el pelo y con el pulgar derecho le describía el signo de la cruz en la frente. Al final le daba un beso y le decía, según ella para que descansara más tranquilo:

—Pedrito, ya duerme y sueña cosas bonitas. El fantasma del tío nos va a cuidar. Así que si escuchas algún ruido no te preocupes, debe de ser él que monta guardia. Yo a veces escucho sus botas recorrer el pasillo y la madera que cruje debajo de su paso. Pero no te asustes, él no te va a hacer nada.

La abuelita se retiraba confiada y convencida de que esas palabras ahuyentarían las preocupaciones del nieto, sin saber que en cambio terminarían causándole un severo insomnio. Puede que haya sido culpa de su vista ya menguante o de la falta de luz que le impedía enfocar la expresión alarmada en el rostro de Pedro, sus dientes apretados y su ceño fruncido, pero no se imaginaba que su nieto estuviera poseído por el miedo hasta la médula. Él mismo se volvía terror en estado puro e incontrolable. A pesar de la temperatura templada, Pedro se envolvía dentro de las frazadas como un capullo, a excepción de los ojos que quedaban afuera y saltaban por la habitación en todas las direcciones. Al frente, a la derecha y a la izquierda. A la izquierda, a la derecha y al frente. Una y otra vez. En medio de la oscuridad, intentaban detectar movimientos sospechosos y de carácter sobrenatural. La puerta del ropero que se abría chirriando, el pomo de la puerta que se movía con insistencia, una sombra inexplicable detrás de la cortina. Pedro no se rendía al sueño y, lo que era más importante para él, no se rendía a la eventualidad de que un fantasma lo capturara. Cuando se hacía de día, sus ojos enrojecidos podían cerrarse al fin y dormitar un poquito antes de que su abuela fuera a despertarlo para desayunar con panes, lechón, tamales y otros de sus platos favoritos. Pedro se aventaba encima del banquete que lo compensaba de la mala noche, con la esperanza de que esas horas de sol radiante fueran eternas.

Las noches siguientes no eran tan terroríficas como la primera y aunque no había forma de que Pedro se durmiera de inmediato, lograba descansar un poco más. El problema surgía cuando le daban ganas de ir al baño, pues para hacerlo no podía evitar pasar por el pasillo. En las noches más calmadas, se armaba de todo su valor y se iba embalado, sin olvidar apretar bien los ojos para pasar frente a la calavera. Pero cuando llovía y el aullido del viento se insinuaba por su mente poblándola de monstruos invisibles, pero tan reales como la rama que raspaba la ventana de su cuarto, amanecía en un charco de orín. 

El verano transcurría rápidamente y para Pedro se volvía cada vez un poquito más fácil dejar que el sueño lo llevara a un mundo seguro donde él era el rey y de calaveras no había ni la sombra. A veces, algunos ruidos lo despertaban, pero él intentaba recurrir a la lógica para encontrar las explicaciones más plausibles. Cuando oía vibrar la calamina del techo, un sonido parecido a una percusión de ollas, pensaba: “Debe de ser el gato rojizo que he visto rondar por el jardín” o sino “Deben de ser las hojas marchitas que se descuelgan del árbol”. Y luego se volteaba por el otro lado y se volvía a dormir. Aunque una segunda voz, a la que intentaba sofocar, le sugería que los gatos son silenciosos al andar y las hojas no hacen ruido al caer. Estaba empezando a creer que todas esas historias de fantasmas con las que los lugareños amaban entretenerse no eran más que leyendas, cuando algo que sucedió le hizo cambiar de idea para siempre.

Era una noche clara y estrellada, el brillo de la luna llena esclarecía el interior de la casa y un silencio sepulcral envolvía todo el pueblo. Toda la familia dormía plácidamente cuando Leslie empezó a ladrar y a gruñir en el jardín. Fueron un par de minutos, suficientes para despertar al pobre Pedro que se sentó de golpe con el corazón a mil por hora. Esperó que los abuelos se levantaran para investigar lo que ocurría, pero no escuchó ninguna voz despierta. Él, por otro lado, no tenía ninguna intención de dejar su cama reconfortante y menos de salir de su cuarto para enfrentarse a quién sabe qué aterradora sorpresa. Entonces lo que hizo fue voltearse boca abajo y taparse la cabeza con la almohada. Estuvo esperando unos momentos, pero como no ocurría nada y la perrita no volvió a ladrar, nuevamente se durmió. Sin embargo, lo más escalofriante sucedió el día siguiente.

Fue la abuela quien lo despertó, esta vez no con el olor del pan recién horneado sino con un grito que resonó por todo el vecindario. Pedro, sin ni siquiera ponerse las chancletas, salió corriendo. Los abuelos estaban parados en el pasillo, blancos como ectoplasmas. La puerta del ingreso estaba abierta y en el suelo encerado destacaban unas huellas de zapatos. La abuela siempre mantenía el piso inmaculado y no había duda de que fueran huellas frescas. Llegaban hasta el altar y luego desvanecían. Pero lo más aterrador era un cuchillo, que nunca habían visto, tirado en el piso y salpicado por varias manchas rojas que parecían sangre. No había nadie más en la casa. Los objetos de valor seguían en su lugar, los ahorros estaban a salvo en una lata del café de la alacena y las joyas de la boda de la abuela no se habían movido del cajón de la lencería. Lo más extraño era que Leslie no ladraba ni había ido a saludarlo como solía hacerlo todas las mañanas. Pedro quiso salir al jardín para ir en su búsqueda, pero los abuelos le cerraron el paso.

—Pedro, ¡vete al cuarto! No hay nada que mirar acá —le gritó la abuela.

Pero Pedro se encaprichó: —¡Quiero ver a Leslie! Debe de estar asustada, pobrecita…

—Encima estás descalzo… ¡es peligroso! Apúrate, anda al cuarto y ponte tus chancletas.

Entonces Pedro obedeció y se fue a regañadientes, quejándose porque siempre lo trataban como un niño pequeño.

Mientras los abuelos cerraron de un portazo la puerta principal, Pedro entendió que estaban guardando algún secreto. Rápidamente se puso las chancletas y se quedó quieto detrás de la pared de su cuarto aguzando las orejas para descubrir lo que le estaban ocultando.

–Tienes que llevártela, no puede verla así.

– Ay, vieja… pero ¿cómo ha podido suceder? ¿Por qué?

–Se ha querido vengar… ayer me olvidé de prenderle la vela.

Pedro, asustado, se asomó por el umbral y miró la calavera. Extrañamente, le pareció que ostentara el mismo guiño diabólico que le veía de noche, cuando la flama de la vela deformaba sus facciones y su apariencia destilaba una siniestra voluntad.  

E.

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2 comentarios en “La calavera”

  1. ¡¡¡Ahora sí!!! ¡Qué alegría poder entrar hoy! Cada día hago un par de intentos, ayer había dejado cargando diez minutos, por las dudas. En fin, ya estoy aquí y eso es lo bueno.
    Cómo no podía ser de otra manera, me ha gustado mucho tu prosa, más siendo tus primeras incursiones por este género del miedo. Aún así, lleno de tu toque realista, pero con ese fondo sobrenatural, fuerte. Me gustó todo el proceso, el hilo conductor. También que supiste expresar todos los sentimientos del niño, a través de cada jornada.
    Y bueno, la última noche, el plato fuerte. Sin necesidad de describir el momento mismo de la acción, optaste por dejar plasmado el sentir del pequeño, que aunque a la mañana no pudo ver nada con sus propios ojos, sin duda fue el que lo pasó peor. Estoy seguro de que a esa noche deben haber seguido una sucesión de experiencias siniestras.

    Te aplaudo con fuerza amiga y te abrazo más fuerte aún. Gracias por los gratos momentos de banquete literario.

    ¡Bua bía unumbia 4ever!!!

  2. Gracias, querido amigo. ¡Feliz de que lo hayas disfrutado! Espero este año volver a publicar con más frecuencia…Te mando un abrazo capaz de cruzar el oceano que nos separa.
    Tu amiga siempre y para siempre, E.

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