Frutas y no verduras

puesto de verduras

La señora María vende verduras por la zona de Santa Cruz desde los veintidós años. Cuando recién empezó era una ambulante, y tenía su carrito de verduras que día y noche jalaba desde el depósito a la calle -que estaba a varias cuadras de distancia- y viceversa. Me lo cuenta mientras está sentada en un banquito, limpiando unas espinacas de la tierra y de las hojas podridas que van cayendo a nuestros pies. Su voz es blanda, un poco ronca por el resfrío. El pasar del tiempo no se lee en su pelo corto y negro, pero sí en su rostro marcado por delicadas arrugas que se acentúan cuando dibuja una cansada sonrisa. Es tímida, mide sus palabras, pero cada una de aquellas es pronunciada con dulzura.

            Nos encontramos en el mercado municipal donde la señora María trabaja desde hace ya quince años. Ahora ella tiene un puesto todo suyo y la ayudan su hijo mayor y su esposo que está jubilado, aunque ella siga siendo la dueña y el nombre de su tiendecita, « Doña Mari », no deja espacio a dudas. Hace muchos años ya que la señora María no tiene que cargar su carrito por las calles y ha dejado de ser una ambulante informal. En el mercado puede alistar todo y guardarlo hasta la mañana siguiente y no tiene que preocuparse ni del sol, ni de la lluvia. El techo la protege a ella y a sus hortalizas de la intemperie, aunque no de la fría brisa del mar invernal que le causa varios malestares. Es por ello que prefiere seguir viviendo en los suburbios, aunque para ir a trabajar demore más de dos horas de ruta.

            Dice que donde vive el clima es mucho más templado y que el sol sale más a menudo, pero me pregunto ¿en qué momento del día disfrutará de su calor? Todos los días del año, menos los feriados -Navidad, Fiestas Patrias, etcétera- la señora María se levanta a las tres de la mañana para llegar temprano a La Victoria, donde se reúnen los mayoristas que regatean verdura fresquita, entre otras cosas. La señora María compra la cantidad de verdura que le servirá para ese día -aunque a veces dura hasta para el siguiente y el subsiguiente- y de ahí se dirige al mercado para acomodar su mercancía, dando inicio a un largo día de trabajo que no terminará antes de las siete u ocho de la noche. Llega a su cama cuando todo ya ha oscurecido, y cuando se levanta, cuatro horas después, todo sigue igual de oscuro. Duerme cuatro horas al día, trabaja 98 horas a la semana. Y esto desde hace más de cuarenta años.

            La señora María no tiene ni el tiempo de comer las verduras que vende, no recuerda la última vez que probó el sabor de una vainita. A la hora de almuerzo se va a comprar un menú barato en el puesto de comida de al lado, pero su plato casi nunca se tiñe de verde; mucho blanco, un poco de amarillo… arroz, papa y la infaltable presa de pollo o carne. En la noche casi nunca come, está demasiado cansada para ponerse a cocinar. Es un duro trabajo el suyo, pero es gracias a este negocio que pudo hacer estudiar a sus dos hijos. La mayor tiene un título de contadora, pero la sangre de vendedora le venció, y ahora ella también trabaja en el mercado- en el mismo pasadizo de su mamá- en un puesto de especias, quesos y huevos. Pedro, el menor, la acompaña y la ayuda en el puesto de verduras. Ambos ya son adultos y tienen su propios hijos. La hija de Pedro se llama Almendra y en algunos años probablemente se reirá por el alivio de no llamarse Lechuga. Tiene seis años, el cabello y los ojos negros como el papá y la abuela. Le faltan los dos primeros incisivos, pero eso no le impide sonreír todo el tiempo ante la cámara. Le gusta deslizarse por el piso dentro de una caja de verduras vacía, o correr tras ella empujándola, mientras su papá le grita que pare de moverse tanto porque fastidia a los clientes.

            La señora María no se arrepiente de la vida que ha tenido, no puede imaginar una distinta. No sabría de qué otra manera emplear su tiempo y, de hecho, nunca tuvo el tiempo de averiguarlo. No se arrepiente de casi nada, pero quizás de algo sí. En vez de ser verdulera habría podido vender fruta, lo cual -me cuenta- es mucho menos trabajoso. La fruta viene lista para venderse, ya limpia, ya brillante, la expones y puedes esperar sentada a que el cliente se acerque. La verdura viene con tierra, hay que limpiarla, lavarla, cuando llegas y antes de guardarla. Hay que regarla con agua para que mantenga su frescura. La señora María siempre tiene algo que hacer, alguna raíz que cortar, alguna acelga que deshojar… Hay que barrer lo que se ha ensuciado, el barro que se ha creado. Sí, nadie sospecharía que un brócoli requiere más atención que una pera. Que en los mercados, los fruteros son los que se llevan la vida fácil. Una vez cada tanto hasta pueden meterle diente a una de sus manzanas.

E.

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