Eclipse de Navidad

Entre todas las Navidades de mi pasado hay una, en especial, que recuerdo como si fuera ayer. Acababa de superar la edad en la que, creer al cuento de un anciano de barba blanca que entrega regalos y juguetes a todos los niños del mundo en una sola noche, se considera socialmente aceptable. Y bueno, vamos, el hecho de que no lo hiciera a bordo de un jet supersónico sino de un trineo tirado por renos voladores volvía la historia poco creíble incluso para una niña rara y soñadora como yo lo era. Ya no más cartas que empezaran por “Querido Papá Noel…”, ya no más ansiosas noches en blanco con la esperanza de oír el tintineo del mágico trineo. ¿Ya no más magia de la Navidad? Tal vez no, pero aún quedaban los regalos. La elección de lo que habría encontrado debajo del árbol dependería de mí, y ya no de listas que a veces ocasionaban malentendidos que yo toleraba pacientemente imputándolas a la senilidad del remitente. Hace tiempo que le había echado el ojo a mi regalo para aquella Navidad. Quería el reloj de Swatch; una marca suiza que fabricaba diseños para todos los gustos y personalidades. Me fui a elegir el que mejor me asentaba junto con mi papá.

Recuerdo una pared entera cubierta de relojes Swatch, tanto que mis ojos ya no sabían adónde mirar. Una amable señorita me invitó a probar algunos y luego de haber cruzado la mirada elocuente y asertiva de mi padre, tímidamente asentí con la cabeza. ¿Cuántos modelos probé? Es difícil decirlo, pero creo que no fueron muchos porque pronto quedé deslumbrada por un modelo muy especial. Recuerdo que era celeste y que brillaba en la oscuridad volviéndose fluorescente. Creo que ese detalle fue clave para mi decisión final. Miré a mi papá con una expresión radiante como el reloj que me ceñía la muñeca, por lo que él se volvió hacia la señorita preguntando: “¿Cuánto le doy?”. Jamás hubiese querido quitarme mi hermoso reloj, pero al final de cuentas faltaban todavía un par de semanas para el 24 de diciembre. La señorita armó un paquetito y luego nos fuimos ambos satisfechos de haber cumplido nuestras misiones respectivas. Yo apretaba entre mis manos una bolsa con adentro el reloj de mis sueños y mi padre había hecho feliz a su hija preferida –cosa que él no ocultaba, además mi hermano estaba pasando por “la complicada etapa de la adolescencia” y había logrado volverse insoportable hasta para sus mismos padres.

En los días que siguieron el paquetito brillaba debajo del árbol y yo tenía que resistir a la tentación de abrirlo para comprobar que el reloj fuera exactamente como lo recordaba. Que fuera realmente el reloj más extraordinario de toda la historia. Al fin y al cabo, solo lo había estrechado en mis manos por unos breves minutos. Imaginaba las caras de mis compañeros del colegio cuando lo vieran, al regreso de las vacaciones navideñas. Esperaría el momento más adecuado. Primero se los mostraría a la luz del día, haciéndolo pasar por un reloj común. Ellos dirían: “¡Chévere tu Swatch!”, pero sin demasiado entusiasmo. Luego, con una mano taparía el cuadrante y los invitaría a espiar por la ranura. ¡Quedarían boquiabiertos! 

Faltaba cada vez menos para la Nochebuena y los regalos debajo del árbol se habían multiplicado con el vaivén de amigos, familiares y vecinos que pasaban para desearnos felices fiestas y dejarnos sus presentes. Formaban torres de varios peldaños y el mío lo coloqué en lo alto para nunca perderlo de vista. Había más paquetes que llevaban mi nombre, pero que me dejaban totalmente sin cuidado. Ya sabía que la tía Vilma me había regalado los calzones de florcitas u ositos de todos los años que no me pondría ni bajo tortura, y que la tía Roxana me había comprado un juguete que le recordaba su infancia, con el que ningún niño de mi generación jugaría jamás. Me preguntaba dónde los conseguía; en las tiendas normales yo nunca los había visto, tal vez salían realmente del baúl de sus recuerdos.

El día anterior a la Nochebuena, mientras pasaba por la sala de estar, como siempre me paré debajo del árbol para contemplar el objeto de mis deseos, o por lo menos su envoltura. Estaba por agitarlo para cerciorarme que siguiera ahí adentro, cuando escuché unos susurros desde la cocina. No entendía de qué secretos estaban hablando, que Papá Noel no existía ya me lo habían revelado hacía tiempo. Solo logré captar algunas pocas palabras que se esparcieron en mi cabeza sin una conexión lógica, como las cartas en la mesa de una quiromante. Reubicación, Rumania, paro técnico, Navidad de porquería. En un momento incluso me pareció que alguien estuviese llorando. Luego mis padres salieron de la cocina.

Mi papá tenía los ojos húmedos. ¿Él fue quien había llorado? Le pregunté qué había pasado y rápidamente inventó una estupenda mentira. Al fin y al cabo, de él había heredado mi inteligencia e imaginación desbordante. Levantándome del suelo y cargándome en sus brazos me dijo que estaba triste porque estaba creciendo y pronto me casaría y lo abandonaría. Le contesté con una cara bastante disgustada que él logró interpretar aun antes que me escuchara exclamar: “Ay no, ¡qué asco!”. Estalló en una risa y yo ordené las palabras que había oído como mejor me convenía para no malograr la atmósfera navideña con mis ridículas paranoias. Sin embargo, regresé a mi cuarto pensativa. Por un momento, la imagen de los ojos mojados de mi padre destronó al reloj fluorescente de la cumbre de mis obsesiones.

Mis miedos fueron confirmados el siguiente día. Mi mamá se puso a cocinar temprano por la mañana como en cada Navidad. Se imaginarán entonces mi sorpresa cuando nos sentamos para la cena y vi que no había ni la tercera parte del festín que se había esmerado en preparar. Por lo que mi hermano, con la sensibilidad que lo caracterizaba, dijo: “¿Y qué fue? ¿Somos pobres este año?” Mi mamá se apresuró en contestar algo como que estaba harta de botar nuestras sobras, algo sobre el hambre en el mundo y los niños de África. En resumen, había racionado nuestra consueta cena navideña para que nos alcanzara durante una semana. Mi papá, en cambio, quedó en silencio, aunque me pareció vislumbrar una punta de vergüenza en la manera en que había bajado la mirada. No era para nada él mismo. En la mesa no hizo ninguna broma y aunque mi hermano se esforzara, no logró entablar el recurrente debate sobre las abominaciones de la política y el peligro que el islam representaba para Occidente. Parecía que hubiese perdido la voz junto con el apetito. No comió con las ganas de siempre, pero por el contrario aún parecía apreciar el vino y se tomó varias copas. Mi mamá intentaba remplazarlo en su rol de bufón de las fiestas, pero le salía tan mal que me hacía subir aun más la tristeza. No era ella la graciosa de los dos.  

Luego de cenar, yo y mi hermano nos pusimos a mirar la tele hasta la medianoche. Me sentía tan deprimida que ni tenía ganas de pelearme con él por el control remoto. Lo dejé escoger y ni recuerdo lo que vimos. Solo lograba pensar que era tan injusto ser una niña, que habría querido resolver los problemas de los adultos, pero que a las justas sabía cómo plantarle cara a Matilde, la niña abusiva de mi salón. Cuando sonaron las doce nos abrazamos, y yo abracé a mi papá más fuerte que de costumbre. Luego, ansiosa de reencontrar la felicidad perdida, me abalancé sobre los regalos. Evidentemente empecé por el que había esperado con mayor impaciencia, pero cuando lo abrí, tuve una sorpresa tremenda. Miré el rostro sombrío de mi padre que me preguntó: “¿Ya no te gusta?”. “Claro que sí”, mentí. Me pareció que su luz se hubiese eclipsado.

E.

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2 comentarios en “Eclipse de Navidad”

  1. Amiga de mi alma,

    Tu trabajo es una metáfora que ilustra la vida misma. ¡Cuántos débiles resplandores se opacan y ofuscan por una angustia que los eclipsa! Lo bueno de esas tristezas y angustias y preocupaciones abrumadoras, es que le devuelven el verdadero valor a cada cosa. Como en el caso de tu prosa, ese costoso y elegante reloj, terminaba siendo útil únicamente para dar la hora, pero no podía proveer ayuda ni consuelo, ni siquiera paz para enfrentar la situación que tocaba transitar a su familia…

    Qué alegría volver a leerte, mi queridísima amiga. Me demoré en comentarte por las corridas de la vida, pero logré llegar!
    ¡¡¡Un abrazo infinito hasta tus tierras lejanas!!!!

    ¡¡¡Bua bía unumbia!!!!!!!!!!!!

  2. Amigo querido:

    Como siempre has logrado entender perfectamente el mensaje de mi historia.
    Me gustaría creer que fue porque utilicé las palabras más adecuadas, pero sé que también fue porque compartimos una mirada parecida de la vida y de lo que más importa.
    ¡Qué tesoro es tener a alguien que te comprende!

    Bua bia unumbia, E.

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