No me faltará el aliento

Desde el día en que llegué al mundo, la vida se me reveló en su esencia más brutal. No me mostró su faceta tierna ni me arrulló con dulces ilusiones, sino que me anunció sin tantos preámbulos que, para sobrevivir, habría tenido que luchar. Fui acogido como un corredor más en una gran carrera de obstáculos que solamente aquel con el aliento suficiente tendría alguna chance de ganar. Corre, corre si quieres seguir viviendo, me ordenó. Y eso fue lo que hice desde el principio. Tal vez fue por tal razón que no esperé a que mi madre me arrojara a la vida, sino que yo mismo me abrí camino hacia el espacio exterior para así poder dar pasos más largos y avanzar más rápido hacia la meta.

Con mucha prisa, nací un dos de junio a las seis de la mañana. Mi madre solo tenía siete meses de embarazo y, como es compresible, mis repentinas ganas de conocerla le crearon no pocas incomodidades. Para empezar, no le habían avisado a la partera del pueblo y la casa donde vivía se encontraba del lado opuesto de la aldea. Fue Jaimito, un vecinito cuya habilidad para atrapar liebres con sus propias manos lo había vuelto famoso, quien corrió a llamarla, pues éramos tan pobres que no teníamos ni teléfono. Aun así, cuando la partera apareció en el umbral del cuarto donde mi madre yacía, todavía con el camisón de dormir puesto por lo que no había tenido tiempo de cambiarse, yo ya casi llevaba mitad de la cabeza afuera. Sin embargo, sé que en este momento no estaría aquí sentado, escribiendo estas memorias, sin su intervención de aquel día.

Se trataba de un parto de alto riesgo y yo era tan menudo que, si no hubiesen estado sus manos expertas guiándome hacia la salida, leves o firmes según la necesidad, habría sufrido daños irreparables. Felizmente salí a los pocos minutos sin ningún rasguño; era el niño sietemesino más sano del mundo y la partera se sorprendió de la fuerza con la que me había aferrado a la vida desde tan pronto, sin conocer nada de ella ni de las decepciones que me habría llevado.

—Su hijito es un gran luchador, señora —le dijo a mi madre, un segundo antes de entregarme a ella para que viera que había dado a luz un niño rebosante de salud, a pesar de todas las particularidades del caso.

—Es tan pequeño… ¿Está segura de que estará bien?

Desafortunadamente, la partera no lo estaba. Le explicó que aún no me encontraba a salvo, que durante las primeras semanas mi estado físico seguiría sumamente delicado y cabía la posibilidad de que se presentaran complicaciones cardiacas o respiratorias. Mis pulmones y mi corazón eran todavía muy frágiles y necesitaban un tiempo más para terminar de desarrollarse plenamente. Le dijo además que la temperatura de mi cuerpo no estaba todavía adaptada al clima exterior y que tendría que apañársela para que no pasara frío. Si mi temperatura bajaba demasiado, podría no volver a despertar.

Está de más decir que en aquella época no existían incubadoras, ni en la ciudad más cercana, a una hora de camino, y menos en mi pueblo de apenas dos mil habitantes. Quizás en la capital ya tuviesen acceso a esa novedosa tecnología, pero yo solo habría podido contar con mis fuerzas y el amor incondicional de mi madre. Acababa de superar mi primer gran obstáculo, pero ya se divisaban otros más al horizonte. La lucha solo acababa de empezar.

Desde un inicio, resultó evidente que la cuna que había pertenecido a mi hermano mayor Héctor no se adecuaba a mi singular condición ni a mis irrisorias proporciones. Mi madre temía que, recostándome ahí, me hundiera entre las frazadas como una moneda al fondo del mar y que me asfixiara. Por otro lado, si de noche me colocaba al medio de ella y mi padre, el más distraído movimiento en su estado inconsciente habría podido matarme. Entonces empleó un recurso que hasta ese momento había ignorado poseer o que quizá fuera un don que mi nacimiento había traído consigo. Se puso extremadamente creativa; cogió una caja de zapatos y la transformó en una cuna en miniatura. Sí señores, mi primera cama más parecía la guarida de un sapo o de un roedor, pero cumplió estupendamente su función. Arropado en su interior, sobreviví hasta que pasara lo que quedaba del invierno. Bueno, gracias a la caja de zapatos y a un método que mi madre misma ideó para brindarme calor en las horas más frías.

Cuando se percataba de que mis labios empezaban a teñirse de morado y mis mejillas a tornarse exangües, cogía mi delgado cuerpecito entre sus palmas y me acomodaba debajo de su brazo, como si estuviese midiéndose la fiebre con un termómetro. En realidad, me estaba cuidando, tal como una mamá gallina que protege su polluelo de las intemperies, resguardándolo bajo su ala. Cuando por fin recobraba mi natural colorido rosadito, de nuevo me ponía en la cuna que ella misma me había fabricado, y debajo de mi frazada me dejaba descansar como un pan recién salido del horno. Mamá siguió implementando estas escrupulosas medidas durante mis primeras seis semanas de vida, hasta que la partera le comunicó que por fin me encontraba fuera de peligro. Mi segunda batalla también estaba ganada y hubiera tenido que empezar un periodo de paz para los cuatro, en el que por fin podíamos dedicarnos a fortalecer nuestra unión familiar y a ser felices. Lamentablemente, uno de los integrantes desistió de tal proyecto y decidió apartarse de nosotros.

Según lo que mi madre me ha contado, mi padre solo llegó a cargarme un par de veces, antes de su improvisa partida. No creo que se refiriera a un aproximado, pues estaba muy segura de que solo fueran dos las ocasiones y era capaz de describirme ambas escenas con lujo de detalles, recordando el color del cielo, cómo andaban vestidos y en qué estaban atareados. Normalmente, cuando le pedía a mi padre cargarme, él se rehusaba, aduciendo como motivación que por el miedo a romperme no se atrevía. Me veía tan pequeño que desconfiaba de su fuerza, decía.

Nunca llegamos a tener una verdadera relación y más tarde me pregunté si la idea de abandonarnos había empezado a rondar por su cabeza mucho antes de que pasara a la acción, y por tal razón prefirió no establecer ningún vínculo conmigo, para que nada ni nadie interfiriera en sus planes. Aunque mi hipótesis no deja de ser una elucubración, pues su relación con Héctor, el hecho de que lo hubiese cargado mil veces sobre sus rodillas, no lo había detenido de huir lejos de nosotros. Ni tampoco el amor que juraba tenerle a mi madre, cada vez que se ponía en plan de resentida por una mirada pícara y prolongada hacia una mujer bonita que no fuera ella. Así que probablemente me estoy atribuyendo un poder más grande de la cuenta, y sea más probable que mi papá no me cargara por falta de interés y no por un exceso de cautela, ni mucho menos para tutelar sus sentimientos.

Lo que sí ha llegado a mis oídos en la forma de anécdota familiar cuya veracidad nunca podré comprobar, es que se detenía durante largos momentos mirándome en la cuna, para luego volver sus ojos al espejo que le devolvía su imagen. Intentaba cerciorarse de que nos pareciéramos. Mi mamá era una mujer muy piadosa y acostumbraba a ir a la iglesia, para rezar o confesar sus pecados, todos los días de la semana a pesar de que lloviera a cántaros o soplara un viento apocalíptico. Al parecer, a mi padre, quien estaba lejos de ser un temeroso de Dios, no le cuadraba esa fe tan trascendente que mi mamá alegaba para alabar al Altísimo con tanta frecuencia. Él era un hombre bastante terrenal y le resultaba más fácil pensar que fuera guiada más que por el deseo de unirse espiritualmente a Dios, por el de unirse carnalmente con su ministro. Pero pensar mal de un sacerdote presuponía un nivel de malicia que incluso un hombre como mi padre, al que le sobraba la desfachatez, tenía vergüenza de mostrar abiertamente. Así que nunca presentó públicas acusaciones, sino que se limitaba a buscar en mi rostro algún indicio que respaldara sus temores.

Para bien o para mal, nunca lo encontró. Mi madre me cuenta que desde pequeño el parecido con mi padre era flagrante y fue creciendo cada vez más, hasta que se le volvió imposible verme a mí sin pensar en su fugitivo esposo. Éramos como dos gotas de agua, decía. Lamentablemente, valió poco o nada. Más me hubiera convenido ser el hijo del cura. De hecho, cuando me enteré de la anécdota, empecé a fantasear sobre la posibilidad de que la hipótesis de mi padre fuera cierta. Me emocionaba al tener que acompañar a mi madre a la misa dominguera y ansiaba el momento en que el cura me habría llamado “hijo mío”, creyendo leer en esa expresión un reconocimiento especial dirigido a mi persona.

Se fue de la casa sin mirar atrás, mientras mi madre lo imploraba con los ojos desde la puerta, yo en sus brazos y Héctor a sus pies, agarrado de su falda. Si algo la detuvo de gritarle “¡No te vayas!” o “¡Llévanos contigo!” no fue su orgullo de mujer herida, sino su voluntad de protegernos. Ignoraba qué tanto habíamos podido entender, mi hermano y yo, de esa escena desdichada y no quería ser ella, a través de sus súplicas, quien nos revelaba que algo dramático realmente estaba ocurriendo; que nos estaban abandonando.

Mi papá era un forastero y de repente con la misma resolución con la que un día había decidido establecerse en nuestro pueblo, tan lejano de su tierra natal, también decidió que había llegado la hora de volver a su país. Por lo menos hasta que nuevamente el aburrimiento lo hubiese impulsado a emprender la ruta. Le gustaba ir en búsqueda de aventuras, acompañado de mujeres cada vez diferentes, aunque él siguiera representando el único papel de protagonista. Pero sus aventuras, tal como los capítulos de una gran epopeya, siempre llegaban a un final y para reanudarlas no tenía más remedio que pasar la página. Y así era como empezaba un nuevo capítulo sin remordimientos. Sin jamás cuestionar su pasado, sino con la mirada fija hacia el futuro y a lo desconocido. Mi mamá no lo entendió en un principio y gastó muchos años de su juventud esperando vanamente su regreso. Por ese entonces muchas cosas habían cambiado.

Nos dejó hundidos en la miseria más absoluta. Si mientras estaba él, llevábamos una vida pobre pero digna, cuando se fue, llevando consigo nuestra única fuente de ingreso, incluso perdimos lo poco que teníamos. El techo agujereado que nos cubría las cabezas, la oveja que nos daba la lana y la leche. Mi mamá estuvo a punto de perder su honor. El mundo siempre estuvo lleno de granujas que abandonan a sus esposas y especialmente en aquella época. Aun así, las madres solteras se volvían el blanco favorito de todas las malas lenguas de la comunidad. Por injusto que parezca, el que se marchaba era librado de cualquiera acusación, pero la que se quedaba tenía que cargar con la culpa del fracaso familiar y de haber privado a sus hijos de un padre. Aunque no fuera ella quien lo había echado, alguna falla había tenido que cometer para que su presencia se haya vuelto tan insufrible. Siempre se necesita de algún culpable para que las consciencias puedan descansar tranquilas.

Pasamos el hambre. Nadie quería invitarnos ni un puñado de arroz o de harina. Si mi mamá quería volver a hacerse respetar, necesitaba de la protección de una figura masculina. Por sí sola nada valía, pero con un hombre al lado podría beneficiar, por extensión, del respeto que él merecía en virtud de la posición dominante que la sociedad le atribuía. Su hermano, mi tío Federico, nos acogió en su casa. Le abrió las puertas a la esposa abandonada junto a sus dos huerfanitos, pero su gesto no resultó tan desinteresado como parecía.

Dejó bien en claro que, si queríamos quedarnos, mi mamá tenía que hacerse cargo de las labores domésticas, y se convirtió, para él y su familia, en la sirvienta que nunca habían tenido. Mi mamá, por otro lado, nos enseñó que, aunque ahí viviéramos, ese no era nuestro hogar, y nos puso toda una serie de límites que impidieron que nos sintiéramos a nuestras anchas durante todo el tiempo que permanecimos. No podíamos tocar nada, ni coger nada de la alacena, incluso para tomar un vaso de agua teníamos que pedirle el permiso al tío Federico o a su esposa. No éramos ni huéspedes ni verdaderos familiares, más bien nos convertimos en parte de su propiedad. Y el tío, lejos de ocupar el espacio que nuestro padre había dejado vacío, nunca nos dio ni siquiera una caricia o un mimo, prefiriendo comunicarse por medio de gritos y palizas. Estoy seguro de que mi madre hubiese deseado recibir esos golpes en nuestro lugar, pero si se atrevía a desafiar la autoridad de mi tío, nos hubiera condenado a vivir en la calle pidiendo limosna. Así que nunca nos defendió frente a él. Aunque, cuando él se iba, siempre aparecía para brindarnos consuelo como nuestro ángel protector.

Un día el tío Federico me golpeó con tanta rabia que casi perdí los sentidos. Habré tenido unos seis años. Era un niño muy vivaz y recuerdo que el tío nos había dado permiso para ir a jugar afuera con sus hijos, mis primos, librándonos excepcionalmente de la obligación de ayudar a mi madre con las vajillas. Me sentí tan feliz que me paré de la mesa de golpe preparándome a correr hacia la libertad. Lamentablemente al bajar de la silla jalé el mantel sin darme cuenta. Platos y cubiertos se deslizaron al piso produciendo un chirrido que me heló la sangre, puesto que conocía el destino que presagiaba. Me volteé muy despacio y no tardé en encontrarme con la mirada furiosa de mi tío. Nunca me pegaba frente a los demás. Me llevaba a un cuartito oscuro que usaban como almacén para trastes y antigüedades. Así que cuando me dijo con un tono pausado y autoritario: “Anda y espérame. Ya sabes lo que te toca”, invertí mi ruta sin titubeos.

Me dirigí al cuartito y aguardé con el corazón que pulsaba en mi garganta. El tío Federico terminó de descascarar y saborear su fruta sin apuros —una manzana o una mandarina, ¿quién recuerda? —y cada minuto que pasaba era para mí casi tan torturador como el castigo que todavía no empezaba. Pensaba en qué tipo de artefacto habría utilizado esa vez para enseñarme a comportarme, como él decía. ¿Un palo de cocina? ¿Su correa? ¿Uno de los volúmenes con los que enseñaba a leer a sus alumnos? O quizá se habría conformado con el furor de sus manos duras y pesadas. Las puniciones corporales estimulaban su creatividad.

Cuando por fin me dio el alcance, recibí su aparición con alivio. Unos minutos más y todo habría acabado. Una ráfaga de golpes se abatió sobre mi cabeza, a los que se añadieron de pronto algunas patadas en el trasero. No veía nada, mis ojos estaban demasiado apañados por las lágrimas que fluían sin parar y ya no podía anticipar de qué lado llegarían los golpes. Simplemente los sentía encima mío como si me encontrara a la merced de un ser sobrenatural e incontrolable. Cuando al fin se hubo desquitado lo suficiente, me ordenó que me disculpara por mi travesura. Yo estaba todavía tirado en el suelo y sentía que me iba a desmayar. Aunque queriéndolo con todas mis fuerzas, las palabras no salían de mis labios. “Además de vivir a costa de nosotros, quieres destruir mi casa. Quizá necesites de un tiempo más para reflexionar sobre tu malcriadez.” Fue lo último que escuché. Me dejó a oscuras y me encerró con llave. Me dormí entre sollozos.

Cuando desperté me encontraba en la cama, mi mamá estaba agachada frente a mí, velando mi recuperación. Había aprovechado la hora de la siesta del tío Federico para sacarme del cuartito y medicarme las heridas.

—Ahí está, el niño más fuerte del mundo. Mi luchador invencible. ¿Cómo te sientes?

—Mamá, odio al tío Federico. ¡Lo odio! Quiero irme de aquí. ¿Cuándo nos vamos?

—No digas eso, hijo. El tío Federico es un poco estricto, pero ¿qué sería de nosotros sin él? No tendríamos ni un plato de comida. No vamos a quedarnos acá para siempre… esto es temporal. Ya verás, tu papá volverá de su viaje y de nuevo tendremos una casita nuestra. Estoy segura de que no puede habernos olvidado.

Perdí la cuenta de todas las veces que el tío Federico nos golpeó, a mi hermano y a mí. A veces por separado, otras a los dos juntos. Aunque prefería de largo las palizas a cuando nos llamaba parásitos. Sentía que me moría por dentro cuando lo hacía, y la vergüenza me devolvía al tiempo en que mi cuerpo cabía en una caja de zapatos. A partir de los diez años también me mandó a trabajar de lustrabotas. Creí que de tal manera por fin habría podido ganarme mi lugar en su mesa, la comida y las comodidades que nos proporcionaba, y al principio me sentí orgulloso. Aquel orgullo era una herramienta clave, además del betún y del cepillo. Era el motor que me impulsaba a fregar los zapatos febrilmente hasta dejarlos brillantes y como nuevos. Pero aparentemente mis esfuerzos fueron inútiles, pues nunca dejó de referirse a nosotros por el término ofensivo que todavía me persigue en mis peores pesadillas, y las monedas que le llevaba nunca lograron comprar su aprecio, mucho menos su cariño.

Tenía diecisiete años cuando al fin partí de la casa del tío Federico. Y no fue porque mi padre viniera a nuestro rescate. A pesar de las esperanzas de mi madre, nunca se acordó de nuestra existencia. Me subí a un camión y viajé entre palés de leche tambaleantes destino a la capital. Estaba determinado a no ser tachado de parásito nunca más. Es curioso cómo algunas palabras se adhieren a tu piel hasta volverse tu piel misma, mientras que de otras terminas huyendo sin descanso. Lo que la partera le dijo a mi madre y que mi madre me repitió hasta exhalar su último respiro se ha vuelto la divisa de todos y cada uno de mis días. En los momentos más oscuros, sigo escuchando la voz de mi madre y desde algún rincón de pronto se prende una linterna que sosiega mi ceguera.

Me pregunto qué habría sido de mí, si la partera hubiese elegido otra fórmula para saludar mi llegada al mundo. Si en vez de llamarme “luchador”, adjetivo que terminó definiendo mi identidad, hubiese exclamado: “¡Qué niño tan afortunado! Este niño tiene mucha suerte de estar con vida”. ¿Cómo habría determinado el resto de mi existencia? Tal vez me habría esforzado la mitad de lo que me esforcé, para seguir en carrera, confiando en que mi buena estrella me protegería a pesar de todo. Habría pensado que las riendas de mi vida no estaban en mis manos, cuando en realidad sí lo están. Y no me encontraría en la recta final convencido de que, pese a los obstáculos que aún quedan, no me faltará el aliento.

E.

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One thought on “No me faltará el aliento”

  1. Mi muy apreciada amiga E:

    Feliz por volver a leerte. Un nuevo gran trabajo has presentado, que lleva a meditar en un amplia gama de emociones : Fragilidad, abandono, necesidades de todas clases, abusos de autoridad, violencia, etc. Pero todo esto contemplado desde la perspectiva de una carrera de obstáculos, en la cual el protagonista es marcado hondamente por cada experiencia, llevándole sin duda a una madurez precoz, formando su carácter y actitud frente al mundo.

    Como siempre, quedan interrogantes de las que suele hacerse el lector y como suelo decir, expanden la obra más allá de sus páginas. ¿Qué habrá sido de la madre y su hermano?

    En mi escritura suelo abordar temas de naturaleza espiritual o de género fantástico, pero cuando leo tus historias basadas en realidades, me encanta, porque además de disfrutar la historia, la narrativa, la calidad de la obra, también es conocer un poco más de ti, aunque no estés presente como protagonista. Suelo mirar detrás de cámaras, y es maravilloso lo que veo. Muchas gracias por estar cerca en espíritu, por medio de una amistad real.

    Que tengas una feliz tarde y que nada te falte.

    Te espero por la otra línea para compartir.

    Un abrazo inmenso, lleno de amistad sincera.

    Tu amigo,
    Hulussi_Ñe’êpoty

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